Cuando lo interrogan los periodistas de farándula, todo el mundo dice, sea visitante extranjero o gloria nacional, futbolista o neurofísico o actriz o príncipe heredero de Noruega, todo el mundo dice que lo mejor de Colombia es “la gente”. Yo digo que no. Que de todo lo que hay en Colombia lo peor es la gente. Nosotros. Y que todo lo bueno que había en Colombia –ríos, mares, montes, cielos, selvas, animales– ha sido destruido por la gente. Somos los colombianos quienes hemos destruido a Colombia: la gente. Nos han ayudado algo algunos extranjeros: conquistadores españoles, embajadores norteamericanos, intelectuales franceses, mercenarios israelíes, empresarios mineros, madereros, petroleros de muchos países. Pero eso no es excusa. De la destrucción minuciosa de Colombia la responsable es la gente colombiana. Le sugerimos: Hoy como ayer… Toda la gente. En primer lugar los gobernantes, por supuesto. Los presidentes, los arzobispos, los alcaldes. O más exactamente, pues este país no ha sido nunca lo que se dice gobernado, ni bien ni mal, más exactamente los poseyentes. Los dueños de las cosas: de las tierras de todos, del trabajo ajeno. Los grandes, los pequeños. Los latifundistas ganaderos que echan media vaca por hectárea y los minifundistas cebolleros que se tragan las lagunas: los latifundistas y los minifundistas que, por igual, talan los bosques y secan los humedales. Los ricos y los pobres. Poseyentes agrarios que tampoco han estado nunca bien determinados por la ausencia de títulos de propiedad serios. Más de la mitad de los predios del país carecen de papeles. ¿Las más antiguas cédulas reales de la colonia, que otorgaban inmensos latifundios de tierras usurpadas a los indios? Además de arbitrarias, muchas han sido falsificadas. Los colombianos hemos tenido, desde siempre, una seria inclinación por la falsificación de papeles: que se lo pregunten, si no, al alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, con sus credenciales universitarias. ¿Los títulos más recientes, otorgados por notarios corruptos en zonas de conflicto, como los de las fincas compradas a expoliadores violentos de tierras por personajes como el exmagistrado de la Corte Jorge Pretelt, considerado por algunos como adquirente de buena fe y por otros como corrupto? Y también los pequeños. Las haciendas del campo están llenas de invasores que han, como se decía, desalambrado las cercas. Y en cuanto a los predios urbanos, dos tercios de las grandes ciudades de Colombia están edificados sobre tierras ilegalmente ocupadas por urbanizadores piratas. Que suelen haber sido políticos de elección popular: porque también hay que ver, hay que ver qué políticos elegimos para que nos gobiernen. Le recomendamos: El gobierno de la DEA Pero no es solo la tierra: son también las cosas. En estos días se anunció la creación de un organismo dedicado al estudio del robo de bicicletas en Bogotá. ¿Y el robo de las motos, y el de los celulares, con cuchillada incorporada? En las grandes ciudades hay bandas de apartamenteros. Una vez se robaron un departamento entero unos pioneros de Caldas: y después se han robado todos los demás departamentos, desde Amazonas y Atlántico hasta Vaupés y Vichada, por orden alfabético. Se han robado hidroeléctricas completas, y también, casa por casa, la conexión al poste de la electricidad. Se roban las obras públicas y los baldíos de la Nación, si es que alguno queda. Se roba hasta desde las cárceles, y hasta los directores de las cárceles, por robar, acaban presos. Roba casi toda la gente, y se han robado a casi toda Colombia: en lo físico y en lo moral. Hay una escuela de optimistas históricos que dicen que esto se ha hecho muy bien: que a otros países en donde roban menos les ha ido todavía peor (lo cual es sin duda demostrable); porque aquí, para volver al principio, la gente es buena, como opinan unánimemente las reinas de belleza. Y se consuelan pensando que esta ha sido capaz de ser “una nación a pesar de sí misma”, como en el título famoso del historiador colombianista norteamericano David Bushnell. Le sugerimos: El lado derecho de la historia ¿Qué hacer? Entiendo que esta condena global es tan arbitraria, aunque sea menos popular, como la de quienes dicen que lo mejor que tiene Colombia es “la gente”. Y entiendo que a veces algún lector irritado me desafíe a que deje de criticar y me ponga a arreglar las cosas de una vez por todas. Pero, la verdad, no sabría por dónde empezar. Tal vez por la crítica.