En columna reciente argumentaba que el reto de nuestro tiempo es conseguir menos desigualdad y más democracia participativa. En lo que hace a Colombia, hay otro requisito cuya sola mención se ha convertido en tabú. Se trata de la necesaria depuración en nuestra fuerza pública de todo rasgo de la doctrina de la seguridad nacional y su corolario del enemigo interno, superada por el fin de la guerra fría, la Constitución de 1991 y el acuerdo de paz. Dicha doctrina consideró subversivos, no solamente a quienes se levantaron en armas contra el Estado, sino a todos los que representaban la inconformidad social y política. Con esa ampliación del concepto de enemigo, se justificaron métodos de combate contrarios a los derechos humanos que borraron la distinción entre combatiente y persona protegida por el derecho de la guerra. Afirmaciones como la del general Diego Villegas, comandante de la fuerza de tarea Vulcano, muestran que las secuelas de esa desviación todavía subsisten en el seno de las Fuerzas Armadas. En una reunión documentada con grabación y testigos, afirmó: “El Ejército de hablar inglés, de los protocolos, de los derechos humanos se acabó. Acá lo que toca es dar bajas. Y si nos toca aliarnos con los Pelusos nos vamos a aliar, ya hablamos con ellos, para darle al ELN. Si toca sicariar, sicariamos, y si el problema es de plata, pues plata hay para eso” (Semana 8/25/2019). Esta aseveración es alarmante por varias razones: su contenido, quién y ante quien la emite, el frío silencio de sus superiores, incluido el Presidente Duque, y por la constatación que representa del poco arraigo de los derechos humanos y del legítimo honor militar entre algunos oficiales de alta jerarquía. Es en este contexto que no debe subvalorarse la desconfianza de las comunidades indígenas sobre la anunciada militarización del norte del Cauca. La memoria de la masacre del Nilo, cometida -según la Corte Interamericana- por paramilitares con participación de miembros de la fuerza pública, está todavía viva en las comunidades. Tampoco hay una explicación del por qué el ejército no ve ni oye dónde están los grupos ilegales que explotan la minería de oro y la coca. El Tiempo reporta que líderes indígenas señalan cómo en las zonas vecinas a los resguardos donde ocurrieron las recientes masacres y asesinatos, atribuidos a grupos armados dedicados al narcotráfico, hay siete bases militares. De ahí que se pregunten: “¿Por qué no ven la salida de la coca?” Esa misma pregunta la hizo Timochenko en una reunión con el presidente Santos en la cumbre de Cartagena convocada para destrabar la implementación de los acuerdos de paz en 2017. Palabra más, palabra menos, afirmó: “¿Por qué la fuerza pública que desarrolló tan alta capacidad para combatirnos, al extremo de que no podíamos andar en grupos ni salir de día, no ubica a las bandas ilegales que se pasean como Pedro por su casa en esos mismos territorios?” El problema es que sobre las actuaciones cuestionables de miembros de la fuerza pública se guarda un silencio imperturbable. La cacería de brujas desatada por el General Nicacio Martínez para averiguar quién o quiénes fueron los que pasaron información al New York Times y a SEMANA sobre el asesinato de Dimar Torres por parte de un soldado, que ahora se sabe lo hizo por órdenes de un coronel, y los hechos de corrupción que se revelaron con motivo de esas pesquisas periodísticas, muestran que el problema va más allá de las “manzanas podridas” o los “actos aislados”. Las secuelas de la doctrina de seguridad nacional, junto con una mal entendida solidaridad de cuerpo que cobija hechos reprobables, perviven en nuestro ejército, con graves consecuencias para el respeto de los derechos humanos y el honor militar. Callar no va a solucionar el problema que venía siendo abordado de manera profesional por parte de la misma institución. La depuración de la doctrina militar es un imperativo democrático que no da espera. No solo la paz sino la democracia puede zozobrar si no se aborda con la contundencia que merece.