Los colombianos hemos sido criados en un mundo de derechos. En nuestro país se tiene el derecho de opinar, de comparar al presidente con un chancho y a la candidata a vicepresidente con un gorila, a desprestigiar a quien bien se considere con base en información falsa, sesgada o, lo peor de todo, con base en opiniones y no en hechos.
En Colombia tenemos derecho a manifestar, a bloquear el transporte público, a tirarle piedra a la policía y a pedir que se desmonte el Esmad, protector de la mayoría. Se puede también destrozar azarosamente las campañas presidenciales de los contrincantes como lo hizo la campaña Petro, hacer intercambio de votos por rebaja de penas con reos condenados por paramilitarismo y hasta hacer lavado de dinero en países centroamericanos.
Tenemos el derecho los colombianos de, como periodistas, encarnizarnos contra terceros con verdades a medias, entendiendo que para una persona lo más valioso es la reputación que se quiere destrozar, independientemente de la realidad jurídica de las imputaciones. Podemos crear novelas por resentimiento como el que causa haber sido apartado del medio más importante del país, y crear novelas en las cuales un candidato presidencial se alinea con un grupo económico solamente por considerar como potencial ministro de hacienda a un funcionario que cumplió con la ley y asumió sus responsabilidades.
Los colombianos LGBTI tienen el derecho como comunidad a tener un reconocimiento especial, como los indígenas tienen derecho a tener su propia ley e incumplir las de la nación y los campesinos a cultivar ilícitamente coca sin que se puedan fumigar sus cultivos.
También, como colombianos, tenemos derecho a la paz y en su nombre, a ser juzgados por un tribunal especial y sin dientes como la JEP, en la medida que hayamos cometido crímenes de lesa humanidad en el marco del conflicto. Tenemos derecho a que no se nos cobren las multas por exceso de velocidad por foto multas, por ser técnicamente imposible reconocer al conductor que maneja el vehículo.
Sobre todo los colombianos tenemos derecho a cometer crímenes sin ser juzgados, cometer daño al prójimo (si, usted) con una posibilidad ínfima de ser condenados. Muchos colombianos tenemos derecho a subsidios de toda clase, desde empresarios a una gran porción de la población, por múltiples razones pero sobre todo por el beneficio que generan los subsidios al político de turno (ver votación de los alcaldes candidatos en su ciudad, a pesar de su baja popularidad al terminar su mandato). Tenemos derecho a educación, a que el Estado alimente nuestros hijos, a salud.
Los magistrados colombianos, parte fundamental de este embrollo, tienen derecho a no ser castigados por sus actuaciones, ya que no escuchan lo que el pueblo tiene que decir. Las colombianas tienen derecho, por ser dueñas de su cuerpo, a acabar con una vida que podría vivir por si misma, un feto de 24 semanas.
Derechos, derechos y derechos, y a pesar de que los colombianos los ejercemos día a día, algunos como Gustavo Petro y su alfil para las próximas elecciones, el muy polémico y suspendido alcalde de Medellín Daniel Quintero, gritan por doquier que nos los incumplen, que no nos dejan ser libres, que hay, en letras mayúsculas y grandilocuentes, un golpe de Estado en el país. Que tristeza.
Los colombianos en cambio consideramos no tener obligaciones. Para un colombiano no optimizar sus impuestos es mal visto. Muchos empresarios venden sin IVA, compran costos para disminuir su impuesto de renta, hacen lobby para tener regímenes especiales. Una demanda no se le niega a ningún colombiano, sea válida o sencillamente para incomodar.
Los colombianos sentimos que, con base en los derechos, podemos decir lo que se nos venga en gana en las redes sociales, montar bodegas para desprestigiar y sacar declaraciones o noticias de contexto. No consideramos que tengamos obligaciones de decir la verdad, de ser ecuánimes ni de respetar a terceros con nuestras opiniones.
Por eso en las elecciones del próximo 19 de junio, muchos colombianos consideran que tienen el derecho a no votar por nadie porque no les gustan los candidatos. Para ellos ese derecho a no sentirse representados, porque yo tengo derecho, pasa por encima la obligación de hacer lo mejor para nuestro país, escogiendo entre los candidatos al que menos riesgo implique para nuestro bienestar como nación.
Paradójicamente, aquellos que voten en blanco, impulsados por los periodistas que sin rigor alguno condenan a los candidatos de alinearse con medios, son los que lograrán que se pierdan sus derechos. Porque poder comparar figuras públicas con animales, manifestar, destruir la infraestructura pública, acabar con los contrincantes deslealmente, hacer tratos con criminales, estar como indígenas al margen de la ley, crear novelas periodísticas sin rigor, no ser condenados por crímenes de lesa humanidad, recibir subsidios y acabar con la vida de personas que podrían desarrollarse, es mucho menos sabroso cuando no se cuida el tejido empresarial que genera valor para todos y nos da de que vivir.
Cuando el gobierno crece en proporciones inesperadas y se merienda el valor que genera la iniciativa privada y, cuando todos terminemos dependiendo del elefante blanco del Estado, todos esos derechos, pasarán a ser derechos de papel.