No hay ningún proceso de paz en el mundo que haya cumplido con las expectativas de cambio que ha generado. Ni los casos más exitosos, como Sudáfrica e Irlanda del Norte, se libraron de tropiezos y limitaciones en la fase de implementación. Esto se debe a dos factores: a las imperfecciones del proceso de negociación, pero también a la idea equivocada que la paz emana de la mesa de negociación y del acuerdo de paz. En el pasado, las agendas de negociación solían ser amplias, como el caso de Guatemala o la propia agenda del Caguán. Sin embargo, la tendencia actual es a reducir los aspectos a negociar entre las partes enfrentadas y, más bien, facilitar nuevas oportunidades y espacios para la deliberación y participación de la sociedad en su conjunto en la definición de un futuro más incluyente y sin violencia. Esta tendencia se debe a la constatación empírica que los acuerdos de paz no se implementan si no hay un sentido de legitimidad y de apropiación de su contenido por parte de la población que se va a beneficiar de los mismos. El actual criterio de legitimidad de la mesa de negociación se basa en la lógica de la guerra: tienen asiento en ella las partes enfrentadas. Es un espacio por naturaleza elitista y machista, donde –simplificando- los actores de la violencia deciden en nombre de las víctimas de la violencia. Las opciones de incrementar la legitimidad de un acuerdo de paz pasan por dos vías: ampliar la mesa y su agenda; o ampliar los espacios para el diálogo nacional y la consolidación de la democracia. La primera opción es un maquillaje democrático que sólo genera disputas para conseguir cupos en la mesa. La apuesta más poderosa consiste en transformar completamente el paradigma de construcción de paz y relativizar el peso de la mesa de negociación frente a la importancia de crear espacios amplios de participación y decisión. No nos equivoquemos. El conflicto tiene naturaleza política y necesita de un espacio de negociación para su cierre. Simplemente estamos proponiendo equilibrar la asimetría entre el peso que tiene en el imaginario colectivo la negociación entre los armados y el desconocimiento de las labores de quienes –sin armas- siguen trabajando para el bien común, en medio de la guerra. Transformar el imaginario colectivo es una tarea compleja. Puede resultar más fácil delegar en la mesa de negociación que asumir responsabilidades. Pero en realidad un proceso de paz en una oportunidad única para la emergencia de propuestas creativas e innovadoras, y de nuevos liderazgos. La arquitectura de paz diseñada por el Gobierno y las Farc es, por lo tanto, realista, moderna y adecuada a las circunstancias actuales en Colombia y las tendencias internacionales: agenda reducida, tiempos acotados. En principio, parece que el Gobierno tiene claridad en la distinción de los objetivos y los procesos. En Oslo y La Habana se negocia el fin del conflicto armado; en Colombia habrá que negociar todos los otros aspectos ‘para la construcción de la paz estable y duradera’. Son dos espacios diferentes pero interdependientes. Las negociaciones revivan la esperanza de paz. Y las múltiples iniciativas y agendas de paz que surgen de forma espontánea validan el proceso de negociación. La paz no será producto sólo del acuerdo en la mesa de negociación. Será el fruto de un proceso de Diálogo Nacional que fortalezca la democracia de manera que ninguna persona se sienta excluida. Para protagonizar la verdadera construcción de paz, ahora la sociedad tiene la palabra. * Director de los Programas Colombia y Filipinas en Conciliation Resources (www.c-r.org ). kherbolzheimer@c-r.org El autor representa a Conciliation Resources en el Grupo Internacional de Contacto que asesora al Gobierno de Filipinas y al Frente Moro de Liberación Islámica en las negociaciones de paz de Mindanao. También ha estado acompañando iniciativas de paz en Colombia desde el año 2000.