En la primavera de 1994, en solo tres meses, entre ochocientos mil y un millón de hombres, mujeres y niños fueron asesinados en uno de los peores genocidios de la historia reciente de la humanidad. Los asesinatos se cometieron con machetes en su mayoría, 200 mil mujeres y niñas fueron violadas antes de ser asesinadas; en muchas ocasiones los perpetradores obligaron a los hijos a violar a sus madres. Algunos de los victimarios afirmaron: “descuartizábamos a conocidos, a nuestros vecinos“; otros que jamás pidieron perdón por estas terribles acciones solo aseveraron: “cumplíamos órdenes. Estábamos todos entusiasmados. Formábamos equipos y salíamos de caza como si fuéramos hermanos… Si en el momento de matar alguno sentía pena y vacilaba, tenía que mirar muy bien lo que decía y procurar no revelar sus dudas por temor a que le acusaran de complicidad… Habíamos matado tanta gente que ya no le daba importancia….” Estas notas son tomadas de la narración que hace Philip Zimbardo en su libro “El efecto lucifer: el porqué de la maldad”. Y forman parte de su esfuerzo de explicar y comprender qué mantiene el horror, y deja en claro que el uso de estrategias psicosociales como de deshumanización del adversario, la identidad grupal y el seguimiento a la autoridad sin discusión, la evaluación asimétrica del sufrimiento, la naturalización de la violencia, entre otros, son frecuentemente utilizados para legitimar la violencia y la guerra; los ejemplos muestran que esto ocurre en cualquier contexto violento. Estas terribles acciones han ocurrido también en Colombia. Solo tenemos que recordar algunos lugares comunes de las 1942 masacres (que reporta el Portal Verdad Abierta, desde los años 80 hasta nuestros días) donde además se ha usado todo el horror que podamos imaginar. Recordemos en memoria de las víctimas los nombres de los lugares donde se cometieron algunas de estas masacres: Trujillo, en las fincas de La negra y Honduras, Puerto Boyacá, El Tomate, La mejor esquina, Segovia, La Rochela, Pueblo Bello, El Nilo, Caño Sibao, Aracatazo, Carmen de Viboral, Pichilin, La Granja, Mapiripan, San Carlos de Guaroa, Aro, Urrao, Puerto Alvira, Barrancabermeja, El tigre, El Piñón, Tibú, La Gabarra, Manpujam, Trojas de Cataca, Macayepo, Nueva Venecia y Buena Vista, El Naya, El Chengue, Alazka, Bojayá, Bahía Portete, San José de Apartado, Atanquez, El Salado. Esto sin contar los miles de asesinatos selectivos, desapariciones, violaciones, tortura, secuestros, muertos en combate, muertos por minas, desplazados y todas las formas de intimidación que nuestra historia de conflicto violento ha generado. Y ni hablar de las 5 millones de víctimas actuales directas y de los ejércitos de victimarios que no saben vivir sin violencia. Es evidente que todo este horror debe detenerse y debe ser ya. Parece claro que además de detener el horror debemos procurar construir un mínimo social y este es renunciar al uso de la violencia. Seguramente estos mínimos requerirán que en lo posible los victimarios “todos” pidan perdón sincero a todas las víctimas. Se debe exigir compromiso con la no repetición y el abandono de la violencia para el logro de cualquier objetivo por más loable que aparezca, y, buscar la reparación en todo el sentido de la palabra. No podemos ser ingenuos y pretender que estas acciones curarán las heridas de la noche a la mañana y que detendrán de inmediato la violencia, esto será seguramente un paso dentro de un proceso para caminar a la construcción de una cultura de paz. Será necesario además, propiciar que la sociedad inicie procesos de dialogo entre los actores que han estado en los diferentes bandos o que incluso han simpatizado o construido identidad con alguno de los actores de la guerra. Es pertinente aclarar que cuando hablamos de dialogo es en el sentido de no buscar con trucos retóricos probar nada, ganar o persuadir para legitimar o deslegitimar una visión o un sistema de creencias de este grupo. De lo que se trata es de buscar construir comunicación en la mayor simetría posible, de forma que este dialogo social permita la emergencia de escenarios de reconciliación (reconciliación en por lo menos un nivel mínimo de aprender a vivir sin violencia de nuevo con quienes no toleramos). Este proceso debe iniciarse pronto, con o sin firma de los acuerdos de la Habana y estos encuentros para dialogar deben propiciarse entre los enfrentados. No tiene sentido hacer diálogos entre quienes hay consenso y tampoco estos deben buscar necesariamente acuerdos totales, los desacuerdos y desencuentros que se produzcan serán enriquecedores para el proceso solo como práctica pacífica. Estos diálogos sociales deben darse sin líderes políticos; ya sabemos que los líderes políticos buscaran por todos los medios mover el dialogo en la dirección de destruir al adversario como lo hemos visto hasta ahora, la paz como construcción social requiere que la sociedad inicie espacios de dialogo sin agendas predeterminadas por uno de los actores, sin afanes y con el cuidado de no deshumanizar al contrario; debe darse entre quienes tienen diferencias que parecen irreconciliables. *Grupo Lazos sociales y Culturas de Paz. Profesor asociado Pontificia Universidad Javeriana. Editor Universitas Psychologica. Correo electrónico: lopezw@javeriana.edu.co. Twitter @wilsonLpez9