A algún columnista de cuyo nombre no puedo acordarme le leí que mientras los homosexuales están luchando a brazo partido para que los dejen casar, las parejas tradicionales solo piensan en separarse. Esto tiene una mitad de verdad, porque si bien es cierto que el matrimonio heterosexual como institución atraviesa una profunda crisis, la lucha de los homosexuales no es para que los dejen participar del rito o la ceremonia del casamiento, sino para que se les reconozca los mismos derechos que a las parejas heterosexuales, por una razón de peso jurídico inviolable: porque la igualdad es para todos. Frente a este sustento jurídico –que terminará por imponerse, como acaba de ocurrir en Francia- el tema del matrimonio homosexual tiene cada día menos resistencias, al menos entre personas con cuatro dedos de frente. Pero no ocurre lo mismo frente a la adopción, donde incluso gente que se autodenomina como librepensadora considera que la pareja homosexual no tiene ese derecho, y la justificación es que “el padre y la madre deben ser modelos para sus hijos”, mientras que “una pareja homosexual ofrecería a sus hijos adoptivos un ejemplo por lo menos confuso”. A mi modo de ver el problema no es de preferencia sexual, sino de cómo se manifiesten el amor y el respeto entre la pareja. Si estos se dan, ¿por qué les va a molestar a un niño o niña el tener dos papás o dos mamás, si están recibiendo un buen ejemplo de vida? En este contexto, un error histórico de fondo ha estado en creer que la razón de ser del matrimonio es la procreación, como mandato sagrado, y la más directa consecuencia de tan absurda práctica es que ha aumentado la población mundial hasta niveles ya cercanos a la autodestrucción del planeta. Vista desde una óptica existencial y filosófica –o sea humanista, desprovista de cualquier sesgo religioso- la razón de ser del matrimonio sólo puede apuntar a la búsqueda de la felicidad de dos personas, sin importar su preferencia sexual, pues esta no está sometida a una decisión individual, sino que con ella se nace. El asunto de los hijos debería estar sujeto a elección, y aunque pareciera que así ha venido ocurriendo, la verdad es que hasta hace muy poco tiempo la mujer se casaba atada a la obligación de darle a su marido “todos los hijos que Dios tenga a bien enviarle”. Muchas parejas todavía se casan con una especie de chip incorporado que les dice que a partir de la luna de miel deben dedicarse a procrear, porque para eso se casaron, así las condiciones económicas no lo permitan. Eso antes se solucionaba cuando desde el púlpito les decían que “cada niño viene con su pan debajo del brazo”, o que “Dios proveerá”. Y era mentira. También les decían –justo el día de la boda, para hacer el asunto más funesto- que de ahí en adelante debían estar juntos “hasta que la muerte los separe”. Ese era el alevoso contrato que se establecía con la institución que los casaba, y la alevosía consiste en que a ambos miembros de la pareja les era humanamente imposible vaticinar si podrían entenderse hasta el final de sus vidas, pero les estaba prohibido separarse, so pena del señalamiento y el ostracismo social. Diríase que el matrimonio llevaba cobijado un concepto subliminal de castigo, pues se les obligaba a permanecer juntos cual si compartieran en cadena perpetua una cárcel, también llamada “hogar”, de la que ninguno de los dos podía liberarse por voluntad propia. Hace apenas 30 años el divorcio no estaba permitido, y cuando se comenzó a plantear como una posibilidad legal la Iglesia Católica se opuso con fiereza desde los púlpitos, desde el Congreso, desde los estrados judiciales y desde los medios (desde todas partes, mejor dicho), alegando que permitir la separación legal era acabar con la familia, con la sociedad y con las buenas costumbres, que es lo mismo que hoy se invoca frente al matrimonio igualitario. La diferencia es que ahora el ataque no va dirigido contra los réprobos que tenían la intención de separarse, sino contra los homosexuales, a quienes por supuesto señalan como seres inferiores o de menor valía, mientras los que así predican se dedican en sus vidas privadas al onanismo unos, y otros o a la práctica secreta de la pedofilia. No deja de constituir amarga paradoja que sean precisamente los que no se casan quienes pretenden legislar y decidir sobre qué es lo que le conviene o no a la pareja, y a quiénes sí les está permitido amarse y a quiénes no, cuando son precisamente ellos los que disfrutan del inmenso privilegio de no estar sometidos a la fatigosa vida conyugal (con-yugo, ¿sí captan?), también conocida como “convivencia”, la cual en los términos de obligatoriedad en que está planteada se convierte para muchos en un infierno que los atrapa, y del que no se atreven a salir porque se los impide el sentimiento de culpa que una rígida moral judeocristiana les ha ‘inyectado’ desde la cuna. Es cierto que ante los hijos sí se asume una obligación, y solamente ante ellos, pero si se partiera de asumir que el libre desarrollo de la personalidad está íntimamente asociado a la práctica inalienable de la libertad individual, sería sin duda más llevadera la solución de los conflictos y menos traumática una eventual separación, tanto para los miembros de la pareja como para los hijos que hubiere. (También es cierto que hay matrimonios que son felices toda la vida, pero son la excepción a la regla, y el que esté libre de aburrimiento que tire la primera piedra). Sea como fuere, quizá no se ha ahondado lo suficiente sobre los peligros que acarrea para la estabilidad emocional la obligatoria convivencia diaria, que por sentido común tiene que conducir a la monotonía, pues se expresa en actos tan repetitivos como compartir todas las insalvables noches la misma cama y todas las madrugadas el mismo baño, con los mismos olores íntimos y los mismos pelos caídos de quién sabe dónde –y de quién sabe quién- sobre el piso de la ducha, y es entonces cuando más de uno medita en si no habría sido más conveniente para la buena marcha de la relación que desde un principio se hubiera acordado que la pareja viviría en el mismo edificio o en el mismo barrio pero no en las mismas cuatro paredes, como hicieron primero Mía Farrow y Woody Allen y luego este con su hijastra Soon Yi, 35 años menor que él, en lo que constituye una muy inusual pareja pero en comprobación de que en asuntos del amor no hay nada escrito sobre la Tierra, así unos célibes y en parte eunucos jerarcas pretendan hacernos creer otra cosa, e imponernos sus obsoletas –por impracticables- normas. Esto se iba extendiendo más de la cuenta –en coincidencia con el matrimonio- pero sea la ocasión para reparar en una cifra que recién dio a conocer la Superintendencia Nacional de Notariado y Registro, donde se demuestra la justeza de mi planteamiento: en los últimos años las rupturas matrimoniales crecieron en más del 17 por ciento, y sólo el año pasado se divorciaron 18.015 parejas, mientras que en 2011 lo hicieron 15.326. Súmele a ello que, según The Economist, Colombia es el país del mundo en el que la gente menos se casa, pues hay apenas 1,7 matrimonios por cada 1.000 habitantes. Y que esto ocurra precisamente en un país con mayoría católica, debería invitar a la reflexión… Queda demostrado entonces que tienen razón tanto los que consideran que la institución matrimonial atraviesa por una severa crisis –de la que muy seguramente no se repondrá-, como también los que hablando a nombre de su experiencia personal pregonan que el matrimonio, según reza el dicho popular, “al que no lo mata lo desfigura”. Twitter: @Jorgomezpinilla