El papa Francisco ha viajado a Canadá para disculparse ante las comunidades indígenas de ese país por los abusos de la Iglesia católica en las llamadas “escuelas residenciales” que operaron por contrato con el gobierno entre 1890 y 1990. Se presume que centenares de niños murieron en esas escuelas y otros nunca regresaron.
Miles de niños indígenas fueron separados a la fuerza de sus hogares para ser “civilizados” y convertidos a la religión católica. Muchos de ellos sufrieron abusos sexuales y físicos en esos “internados” por hermanos, monjas, sacerdotes y trabajadores laicos, lo que ha sido calificado como un “genocidio cultural”.
Hablando de eso, se recuerda el caso de Colombia que tuvo sus propias características. La evangelización en el tiempo de la colonia se vio entorpecida por la enorme influencia de los “chamanes” que cumplían tareas de sacerdotes y médicos dentro de las comunidades indígenas. Con el apoyo de los soldados españoles, los chamanes eran perseguidos y muchos de ellos torturados para que confesaran dónde se escondían “los ídolos paganos”, que no eran otra cosa que las piezas de oro de las diferentes culturas.
Tiempo después los misioneros extranjeros fueron los verdaderos gobernantes del 60 % del país. Con largas barbas, olorosas sotanas de lana y nombres rimbombantes entraron a nuestra Amazonía y a otras regiones limítrofes para “evangelizar a los infieles y salvajes”, “convertir al catolicismo a las impías mujeres indígenas de torso desnudo”. Los niños eran arrebatados de sus padres por misioneros y monjas, para llevarlos a orfanatos e internados. Las madres trataban de ocultar a sus hijos cuando veían a los “reclutadores”.
Aunque no hay noticias de que los misioneros, que se movilizaban “a lomo de indio”, hubieran incurrido en los delitos aberrantes de las escuelas residenciales de Canadá, sin embargo, el tratamiento a los niños en los internados y hospicios ha merecido muchas crónicas.
Los misioneros estaban además prevalidos porque el estado les había entregado, no solamente la administración de extensos territorios, sino que casi la vida de los “catecúmenos”, o sea, de los indígenas.
La Ley 72 de 1892, por ejemplo, dispuso que el gobierno podría “… delegar a los misioneros facultades para ejercer autoridad civil, penal y judicial sobre los catecúmenos, respecto de los cuales se suspende la acción de las leyes nacionales…”
Incluso a los capuchinos franciscanos les correspondió luchar y tratar de gestionar por todos los medios que el Perú, permitiera la navegación y la salida de productos agrícolas colombianos por el río Putumayo. El Gobierno colombiano, dedicado a otras cosas, pensó que era más cómodo que esa lucha la adelantaran los misioneros.
El Estado, con un complejo acumulativo de culpa, paulatinamente fue concediendo cada vez más privilegios a los grupos indígenas. Bastaba un paro o una acción violenta para hacerlo.
Ojalá que la designación hecha por el presidente electo, de altos funcionarios de ascendencia indígena en puestos claves, contribuya a atenuar la beligerancia y la pugnacidad de algunos grupos en ciertas regiones del país, que han contribuido a ahondar la confrontación de nuestra querida patria.
Sería un buen aporte a la paz nacional.