El discurso disociativo del mandatario de todos los colombianos ha sido una constante en cada una de sus intervenciones. Su evidente e insistente intención de marcar las diferencias sociales entre los nacionales, como una estrategia política que supera a sus propias convicciones, ha generado en nuestro país un ambiente de confrontación que está trascendiendo a escenarios no vistos en gobiernos anteriores. La peligrosa polarización política se ha trasladado a lo social, lo que es mucho más riesgoso para la nación, pues mientras la primera se desarrolla normalmente en el ambiente del Congreso y se decide en las urnas, la segunda es invasiva, contempla todos los ambientes de una sociedad tan compleja como la nuestra y muchas veces llega a escenarios de la jurisdicción penal.

Las decisiones de este gobierno, así como sus propuestas, muchas de ellas, sin lugar a dudas, han fomentado ese sentido divisorio de la nación, pese a que paradójicamente mantiene la intención, según él, de convocar a la unidad nacional. El universo de los colombianos no se ve reflejado como un todo en sus propuestas y muchos sectores se consideran excluidos de sus políticas e incluso manifiestan ser víctimas de ellas.

La política de dividir para vencer, de dividir para reinar, se fundamenta en generar las condiciones necesarias que le permita ganar y mantener el poder mediante el fomento de la ruptura social, lo que se ha facilitado dada la inexperiencia en el ejercicio de la oposición política y la poca cohesión de lo que ellos han llamado la “derecha”, lo cual sería todo aquello que no esté alineado con su pensamiento; también ha sido una fortaleza para este gobierno, dentro de esta intención, la forma en que ha manejado la billetera estatal, lo que le ha permitido vincular a sus filas gran número de activistas digitales e incrementar dentro de la burocracia oficial la incorporación de sus aliados, incluyendo muchos de los que lo acompañaron en su periodo como alcalde de Bogotá.

Parte de su estrategia está en la de generar constantemente controversias, que mantengan la atención general del público. Cada controversia es sustituida muy rápidamente por otra, de tal forma que la audiencia no tiene tiempo de percibir una conclusión, pues las bodegas y los medios abordan el nuevo evento, relegando el anterior a un estado de casi olvido, sin que eso implique que el gobierno no siga impulsándola.

El 15 de marzo de 2024, en la primera visita de Gustavo Petro al tradicional sector de la ciudad de Cali conocido por décadas como “puerto rellena” y rebautizado en el mes de abril del año de 2021, por quienes promovieron los más grandes desórdenes y bloqueos de la historia de la sultana del valle, anunció que la figura de hierro y cemento, que representa un puño alzado, construida en ese punto por la autollamada primera línea, sería considerada como monumento nacional. El anuncio no pasó desapercibido, pero poco o nada hicieron quienes escucharon tal sentencia y de parte de la administración de la ciudad tampoco se evidenció pronunciamiento alguno. El pasado mes de agosto, el ministro de Cultura se reunió con los representantes de esa organización, con la promesa de vincularlos a las actividades de la COP16, para asegurar su “tranquila participación” en el evento mundial.

La Conferencia de las Partes, en su capítulo de la biodiversidad, entre conciertos, conferencias, muchas actividades de proselitismo y con la presencia de todos quienes forman parte de la política nacional, especialmente los alineados con el gobierno, terminó su primera semana con la presentación del expediente que busca materializar la promesa de Petro, declarando “el brazo” como bien de interés cultural de la nación. Esto, desde ya, está generando un sentimiento de división e inconformidad en una buena parte de la comunidad local, que no se ve representada en esa figura y tampoco refleja el espíritu pacífico de los caleños, espíritu forjado entre el sudor del trabajo y el calor de la salsa, esta sí reconocida como representativa del patrimonio cultural e inmaterial de la nación.

La pregunta que deben hacerse los colombianos y especialmente quienes tienen la responsabilidad de evaluar la propuesta del gobierno, es si la “obra” cumple con los principios de los BICS, como es el valor de orden histórico, estético o simbólico; si genera un sentido de identidad en la comunidad caleña, conforme lo define la Ley 397 de 1997 que desarrolla los Artículos 70, 71 y 72 de la Constitución Política, sobre patrimonio cultural, fomentos y estímulos a la cultura; la Ley 1185 de 2008 que define en su artículo 1 lo que es un bien de interés cultural. Pese a que el bien en cuestión no cuenta con estudios técnicos o diseños y su construcción fue apresurada y antitécnica, así como apresurada e irregular fue la licencia expedida por planeación de la ciudad, pienso que esta es una decisión política que no tiene marcha atrás y para derogarla se tendrá que acudir a las instancias legales.

Lo que más preocupa, más allá de que este elemento sea considerado parte de los BICS, es la narrativa que se está construyendo en torno a él, pues ocurre lo mismo que en la Plaza de Bolívar de Bogotá, donde corrillos de turistas reciben de algunas personas muy jóvenes, que fungen como guías, la información de cómo el Estado —con su Fuerza Pública— asaltó la sede del Palacio de Justicia, masacró a los magistrados en su interior y desapareció a los sobrevivientes.

El llamado monumento de “la resistencia”, construido con materiales sustraídos del mobiliario urbano, de almacenes y con algo de donaciones, es —para la gran mayoría de los caleños— el recordatorio de la manipulación perversa de la protesta social, que derivó en la mayor destrucción sufrida en la ciudad, desde la explosión de agosto del año 1956, y de la cual —después de tres años y de más de 300.000 millones de pesos gastados en reparar— aún no se recupera en su totalidad. Esa imagen es el triste recordatorio de la quema, del saqueo y destrucción de diez instalaciones policiales, 63 estaciones de servicio, 11 estaciones y 80 buses del sistema público de transporte; del encarecimiento de los alimentos, de los saqueos a granjas, a empresas; del ataque a 22 sedes bancarias; del ejercicio extremo de la violencia, de las muertes y desapariciones de jóvenes y funcionarios públicos, cuyas cifras aún no se concilian entre las que se registran en la Fiscalía con las de las ONG (en la narrativa popular, se habla de 60 muertos y 451 heridos).

La creciente romería de visitantes que van a tomarse fotos a dicho lugar sólo escuchan parte de la historia. La parte que habla sobre la forma violenta en que la Fuerza Pública reprimió a una juventud cansada y sin oportunidades que protestaba pacíficamente; de la forma violenta en que el Estado los estaba matando, omitiendo la acción criminal que existió detrás de quienes salieron a la calle a decir ‘no’ a una reforma tributaria que consideraban injusta.

Dentro de la tibieza que caracteriza al alcalde de Cali, concuerdo con su único pronunciamiento, en el sentido que es necesario y urgente buscar espacios para la reconciliación, espacios donde no importe el sector de la ciudad en que se viva, ni el salario que se perciba, ni el carro que se maneja y mucho menos el color de la piel; estoy de acuerdo con que se necesitan más espacios como la plazoleta Jairo Varela, el parque de las Banderas, el de la caña, el estadio o las canchas panamericanas, lugares en donde todos nos unamos en el sentimiento y el orgullo de ser caleños. Definitivamente, Puerto Rellena, donde está ubicado el “brazo de la resistencia”, no va a ser el sitio para la reconciliación y, por el contrario, se está abriendo un espacio en el que los caleños, más que a unirse, van a enfrentar sus diferencias y me temo que no propiamente de manera pacífica. La primera línea se apropió de ese lugar, lo controla como banda de barrio y allí ocurren muchas cosas que amerita una especial atención y ciertamente genera temor pasar por allí.

En Bogotá, en el marco de la misma protesta del 21, el Monumento a los Héroes, donde estaba el compendio de toda la historia de la gesta patriótica de la nación, fue vandalizado. La alcaldesa Claudia López lo mandó a demoler para darle paso a una estación del servicio de transporte público y las piezas valiosas terminaron en un depósito; el resto fue a parar al botadero de escombros. En Cali, el alcalde Ospina cambio el diseño de las vías, interrumpió la conectividad del sistema MIO, para privilegiar el “monumento de la resistencia”. La presión social lo obligó a la restitución de la estatua de Belalcázar, después de que los indígenas la derribaran de su pedestal. Así de fácil se comienza a cambiar la historia y a dividir a un pueblo, entre quienes la construyeron, la vivieron, la sufrieron y entre quienes solamente la escucharon. Al final, los primeros se irán de este mundo con su verdad y quedarán quienes contarán la nueva historia. Gustavo Petro sabe que su capital político está en estos últimos, por eso le apostará a dividir al pueblo, pues está convencido de que esa es la fórmula para ganar, tan solo es cuestión de tiempo.