Ala hora en que escribo esta columna se están haciendo todos los preparativos para la posesión de Donald Trump. Faltan apenas unas horas. Pero aún la palabra incertidumbre define el momento que vive Estados Unidos. También cabe la palabra división o polarización, como quiera que la mayoría de los parlamentarios demócratas han anunciado que no concurrirán a la ceremonia, los formadores de opinión arrecian las críticas contra el presidente electo y las encuestas dicen que es el mandatario que llega con menos favorabilidad a dirigir los destinos del país.Quizás nunca antes había ocurrido que las semanas que separan la elección de la posesión fueran un tiempo de agudos debates sobre lo que hará o no hará el presidente, sobre el futuro de Estados Unidos, sobre el camino que tomará Trump. Antes, los analistas se dedicaban a mostrar con alguna certeza los cambios que traería el nuevo inquilino de la Casa Blanca, a especular sobre la manera como desarrollaría las propuestas de la campaña, a hacer cábalas sobre el nuevo gabinete.Ahora no hay certezas. Para algunos cumplirá lo que dijo en campaña, es decir, echará a andar el plan de rupturas y graves desafíos que ha proclamado; para otros, cambiará de ideas o simplemente no podrá realizar lo prometido.El gabinete que ha conformado -con predominio de miembros del Tea Party y de empresarios tan afines a su credo, tan parecidos a su sombra- y la obsesiva insistencia en sus gestos y consignas después del triunfo tendería a darles la razón a quienes creen que irá con todo a transformar la política interna y externa de Estados Unidos.Pero el proyecto es tan ambicioso que suena descabellado. Desafiar a China, acercarse a Putin y Rusia, modificar lo que ha sido la política frente a Europa desde los tiempos de la Guerra Fría, retraer a Estados Unidos del ambicioso libre comercio en curso, cerrar las puertas a los musulmanes, poner un infamante freno a la migración latinoamericana, exaltar el racismo, las desigualdades de género y la utilización de la violencia, en un mundo multipolar, renuente a confrontaciones globales, sacudido por el terrorismo islámico, parece una locura.Implicaría ampliar el apoyo ciudadano, conseguir base social estable y comprometida, llevar a primer plano la fracción de la derecha radical del Partido Republicano y romper el bipartidismo generando, quizás, al otro lado del espectro político, en el ala de izquierda de los demócratas encabezada por Bernie Sanders, otro agrupamiento político.Ahí tendríamos un primer posible desenlace. Sería el triunfo de Trump sobre todo el establecimiento de Estados Unidos, los demócratas y los republicanos tradicionales, la generación de una gran crisis política, el cambio de un mapa político que ha permanecido estable por 150 años y el surgimiento de nuevos partidos.Sería también la crispación, la enorme crispación, en las relaciones internacionales. El aumento de las tensiones en los principales puntos estratégicos del mundo, la posibilidad de nuevas intervenciones de Estados Unidos en los conflictos de Asia, África y América Latina, el desarrollo de confrontaciones bélicas localizadas, pero atadas a maniobras globales.Ahora bien, una ambición tan desmedida, una posición tan desafiante, puede llevar a una reacción dura y concertada del liderazgo político tradicional de Estados Unidos, puede llevar a que el bipartidismo se proteja, a que la institucionalidad y la prensa desaten una presión constante y decidida para separar a Trump de la Presidencia y terminen ganando ese pulso. Ahí tendríamos un segundo posible desenlace.Pero no hay que descartar un tercer desenlace, un más apacible desenlace, de este momento clave del país más poderoso del mundo. Puede ser que, como han afirmado varios analistas a lo largo de los últimos meses, lo de Trump sea más bulla que realidad, que sus duras apuestas sean apenas posturas para arrancar una negociación. Puede ser que el sistema de pesos y contrapesos se imponga y el establecimiento gringo logre apaciguar al impetuoso empresario. Puede ser que haya cambios pero más equilibrados, más graduales, que los anunciados.Para no dejar esta columna como una simple descripción, para que mi modesto esfuerzo por desentrañar lo que ocurrirá con Trump no quede en un mero ejercicio de especulación sobre escenarios de futuro con igualdad en las probabilidades, quiero adelantar mi pronóstico: creo que será muy difícil que Trump termine su mandato.Hay un rasgo especial de Donald Trump, una marca de identidad: Trump no le tiene miedo al fracaso, no teme hacer el ridículo. Se dice que ha pasado por cuatro grandes ruinas en su gestión empresarial y ha salido de ellas, que ha llegado a esas crisis corriendo riesgos que otros potentados no correrían. La campaña electoral puso de manifiesto también el atrevimiento y la arrogancia con que va soltando juicios que la opinión enfrenta con irritación o con burla. Apoyado en este rasgo de Trump digo que buscará llevar a cabo su propósito y no le importará fracasar en el intento.