Alguien tenía que cambiar la nefasta relación entre el Ejecutivo y el Legislativo que se ha cosechado por décadas en nuestro país; pero al hacerlo, ese alguien debía ser consciente de las furias que desataría y tener lista una estrategia para manejar inteligentemente la situación. El presidente Iván Duque decidió embarcarse en la primera tarea, pero le ha faltado capacidad para mitigar los efectos y las reacciones que su determinación provocó. No creo que Duque tuviera que hacerlo “despacito”, como opinan algunos, o que haya debido consentir con burocracia a su partido y sacrificar a los demás, como le reclaman sus bases. Era peor dejarles probar a los políticos la mermelada en el primer año para luego quitársela. El problema de fondo es que no ha sabido capitalizar sus acciones ante la opinión pública y por eso el titular en la prensa no es: “Duque acabó con la mermelada”, sino “A Duque le quedó grande la gobernabilidad”. Nada más rentable ante la galería que parársele en la raya a los políticos y decirles que ese modelo al que estaban acostumbrados ya no va más, o pronunciar públicamente una frase que en privado el presidente les ha dicho a algunos: “Si tengo que gobernar cuatro años con las leyes que hay, lo haré, pero no me voy a dejar manosear”. Sin embargo, el primer mandatario se ha quedado con el pecado y sin el género. Marca la cancha frente a los politiqueros, pero no se lo cuenta nítidamente a los colombianos para que valoren su esfuerzo y lo acompañen en su cruzada, y allí está su principal equivocación. Puede leer: Ahogados en trámites Por otra parte, el presidente le propuso al Congreso una agenda legislativa demasiado amplia que ni siquiera en los momentos de más clientelismo del gobierno del presidente Juan Manuel Santos hubiera logrado ser aprobada. Meterse con la economía, con la política, con la justicia y hasta con la televisión pública al mismo tiempo fue un error de cálculo, sobre todo si la decisión era romper de tajo con el “puestismo” y las partidas presupuestales que son el motor para que los parlamentarios comiencen a marchar. El gobierno debe aprender la lección y, a partir de marzo, priorizar sus proyectos, especialmente porque van a enfrentar el plan tortuga de algunos políticos como protesta por la falta de almíbar burocrático. Es mejor un presidente fracasado en el Congreso que un mandatario arrodillado frente al apetito voraz de ciertos parlamentarios. Y por favor, señor presidente: no se deje “cuentear” con eso de que a la reforma política y a la justicia les hace falta socialización y consenso. De hecho, cuanto más les consultan a las cortes más palos en la rueda les ponen. El resultado ha sido siempre el mismo: la alianza de algunos congresistas y magistrados para bloquear cualquier reforma. Lo que tendría que hacer el presidente Duque es plantearles con todas las letras a los colombianos que si aquellas modificaciones constitucionales no cuajan, no es por su culpa suya, sino porque los otros poderes públicos no se quieren dejar cambiar. Le recomendamos: Doble rasero No se trata de desatar una guerra institucional, sino de asumir con entereza y astucia el difícil precio de romper con una malsana complicidad entre las distintas ramas. Es mejor un presidente fracasado en el Congreso que un mandatario arrodillado frente al apetito voraz de ciertos parlamentarios. Si un día resuelven contárselo bien a los colombianos, seguro que todos lo entenderemos y aplaudiremos. ¡Ah!, una cosa más: el presidente no está para defender a sus ministros, sino los ministros para jugársela por el primer mandatario. Más de uno va en coche y en vez de ayudarle a Duque a mitigar los costos de haber marcado la cancha, están usando al mandatario de pararrayos. Así es imposible.