Ser un gran ejecutivo, con los privilegios que de alguna manera esto conllevaba, cumplíó con todas las expectativas de mi generación. Las razones detrás de esta realidad que es diametralmente diferente a la de la generación anterior (los baby boomers) y la de la siguiente (los millennials), tiene varios orígenes bien estudiados: Los niveles de desempleo eran muy altos y asegurar puesto era muy apreciado; la desigualdad de género en términos de inclusión laboral también, lo que hacía que muchas mujeres cortaran su crecimiento en etapas intermedias; la violencia hizo que se pensara muy frecuentemente en migrar y casi nunca en emprender; y el acceso al capital era muy limitado y por lo tanto era más seguro algo fijo que el riesgo de emprender. No pasó lo mismo con las otras generaciones mencionadas. Los baby boomers nacen posguerra en una etapa en donde casi todo estaba por hacer. Se dio no solo la explosión demográfica, sino que emprender, sobre todo trayendo al país modelos extranjeros, dejaba réditos increíbles. Le puede interesar: El arte de delegar A los millennials les pasó algo parecido pero por razones diferentes: La tecnología retó primero y cambio después gran parte de los modelos de negocio existentes. El acceso al capital de riesgo se hizo evidente incluso con modelos como el de crowd sourcing que hoy ni siquiera apela a los fondos de capital sino al capital del usuario final. Se dio un cambio de la estructura de valores que aplazó aspiracionales de mi generación (casa, carro, matrimonio e hijos) y que le plantea a esta generación la posibilidad de asumir riesgos antes incluso de asentarse como sus mayores. Francamente esta realidad la miro con nostalgia, pero sobre todo con una gran admiración. Cuando reviso la realidad de lo que está pasando en el país en términos de emprendimiento, (y no hablo solo del ecosistema digital) alcanzo a tener algo de ilusión frente al principal motor capaz de transformar las sociedades que es el crecimiento económico. Sé que es una afirmación que genera controversia. Algunos todavía votamos cada 4 años con la ilusión de que quien llegue nos transforme como sociedad (seguimos siendo unos ilusos caudillistas); pero la verdad es que los años me han llenado de escepticismo en este campo y cada vez creo más en lo privado como célula transformadora y en la inercia de cambio que genera, y menos en lo público que para ser franco cada día me decepciona más. Por eso no puedo dejar de admirar emprendimientos como Rappi. Este emprendimiento no destaca solo por crear un modelo de negocio que funciona, que soluciona necesidades reales de la comunidad que atiende y que por lo tanto atrae inversionistas a dos manos. Descresta por la velocidad con la que implementa sus proyectos, con la vocación para ensayar y corregir, por pensar en grande con una expansión regional que ya puso banderas en varios países. Le sugerimos: Patología de la inercia Esa velocidad, de cara a un regulador que siempre, óiganme, siempre ha ido detrás de la capacidad de emprender, y de una sociedad que sueña con cambiar pero que no está dispuesta a hacer ajustes, le ha generado a mi juicio críticas que nos definen mucho como sociedad, una que maneja un discurso hermoso de cambio pero que a la hora de hacerlo se sigue anclando de manera testaruda a su pasado. La semana pasada varios rapitenderos (sobre todo inmigrantes que aspiran a vivir solo de Rappi porque la verdad es su única opción) salieron a protestar por la falta de estabilidad en sus condiciones “laborales” y porque los ingresos no les alcanzan. A esta protesta hicieron eco redes sociales que se quejan de la teórica explotación de los rappitenderos y de paso critican la “polución” de estos en las calles contaminando el espacio público y entorpeciendo la vida del ciudadano. El modelo de Rappi le permite a una gran cantidad de personas (hoy más de 80.000 que serán 1MM en 5 años), tener ingresos adicionales y complementarios, en espacios de tiempo que tenían ociosos. Es un modelo que le ayuda a estudiantes y a independientes, a usar sus horas muertas con ingresos por hora que son 2.5 veces el de un salario mínimo. El tema es que su modelo, como en general lo es el de la economía colaborativa que tanto dice impulsar este gobierno, no está diseñado para empleados, está diseñado para independientes. La economía del futuro no será una economía de empleados. Será una economía de grandes independientes que prestan sus servicios al mismo tiempo a varias empresas, que manejan su tiempo, y que se entrenan permanentemente para construir nuevas destrezas o profundizar en las existentes para ser más competitivos. Las empresas del futuro van a apelar a la inteligencia artificial, la robótica y a miles de independientes que operan de forma colaborativa. Al mundo le cuesta cambiar, y nosotros, no nos digamos mentiras, punteamos en los rankings de aversión al cambio. En general en todos los ámbitos, seguimos anclados a modelos del pasado. Ese discurso de origen sindical, que tantas conquistas logró en el pasado frente a empleados que eran explotados por sus empleadores, tuvo lógica pos era industrial, pero cuando navegamos la cuarta revolución industrial, resulta no solo caduco sino en realidad ingenuo. Lea también: Nadie es eterno en el Mundo Nuestra economía tiene como único salvavidas, de cara a acabar con la pobreza extrema, que abracemos con optimismo emprendimientos que no solo solucionan problemas reales de la sociedad, sino que además retan a cambiar nuestros paradigmas. Quienes crean que la solución se va a dar forzando modelos de empleo fijo, indefinido y con todas las prestaciones, están viviendo en el siglo pasado. Nuestra economía tiene que promover los nuevos modelos económicos, el regulador tiene que adaptarse Rappidamente, pero el gran cambio tiene que venir de una sociedad que se define como progresista pero que puede ser de las más conservadoras y retardatarias del globo.