Fernando Villavicencio no era un político cualquiera. Su carrera como periodista y como político tenía un común denominador: la lucha contra la corrupción. Había denunciado públicamente todo tipo de alianzas corruptas a lo largo y ancho de Ecuador. Militares, políticos –de izquierda, centro y derecha– y sector privado. Era en ese sentido un símbolo similar al de Luis Carlos Galán en Colombia en 1989.
Sin embargo, en su país, como en Colombia entonces, un enemigo creciente se quería hacer sentir de manera clara con un mensaje contundente, el narcotráfico. Y así como sucedió en ese fatídico año en Colombia con el asesinato de Galán por parte del narcotraficante Pablo Escobar, acaba de suceder en Ecuador con el asesinato de Villavicencio. El mensaje del narcotráfico fue claro en Colombia y ahora es claro en Ecuador, ¡acá mando yo!
La debilidad institucional de Ecuador es hoy muchísimo mayor que lo que era en Colombia entonces. Pero no nos digamos mentiras, a punta de terrorismo el narcotráfico casi doblega a Colombia. La institucionalidad sobrevivió gracias a una prensa fuerte y libre, que pagó un inmenso costo; a unos partidos históricos, que aguantaron los golpes y la violencia; a un presidente como César Gaviria, que supo crear un ambiente político y económico distinto y fortaleció las Fuerzas Armadas; y a una historia democrática, que no se puede minimizar.
Hoy en Ecuador increíblemente puede pasar lo mismo. Y así como Juan Manuel Galán en el entierro de su padre le pidió a Gaviria que tomara las banderas de su padre, los ecuatorianos de este domingo en ocho pueden hacer lo mismo. Villavicencio sigue en la papeleta y si los votantes lo llevan a segunda vuelta, pues su movimiento, Construye, puede poner el próximo presidente de Ecuador. Un escenario fascinante y poco plausible…, pero no imposible. ¿Se imaginan el mensaje de madurez democrática que los ecuatorianos le mandarían al mundo con una decisión de esa naturaleza?
Enfrascarse en el debate de los errores de protección –que se dieron– o de la posible infiltración de su esquema de seguridad por parte de los asesinos –que se dio sin duda– es quedarse en un tema menor. Sí, tomar correctivos y entender que la protección se debe volver una política de Estado, como se hizo en Colombia desde 2002, debe ser una de las políticas por seguir. Pero el tema de fondo es otro, qué hacer con el narcotráfico y cómo combatirlo para que no se tome al Ecuador.
Colombia debe ser un ejemplo. Por ahora este Gobierno no es un aliado, pues su política es la de cooptar al narcotráfico y solo nos va a regresar a los peores momentos de violencia –otra lección para Ecuador, nunca bajar la guardia como lo hizo Santos y ahora Petro–; pero lo que acordaron con Estados Unidos sí puede y debe ser el comienzo de una relación que cambie la correlación de fuerzas, que hoy es negativa para el Gobierno y la democracia.
Esa cooperación hoy tiene una ventaja inmensa frente al Plan Colombia, los costos. Ya no se necesitan helicópteros, sino drones. Las imágenes satelitales y su interpretación mediante inteligencia artificial facilitan la lucha contra el narcotráfico. La extradición debe ser un instrumento ágil y veloz, y el fortalecimiento de la justicia, incluso con la figura de jueces sin rostro, como se hizo al principio en Colombia, debe ser una opción.
Hace unos meses escribí un artículo para la Fundación Adenauer en Ecuador, ‘Drogas, Ecuador y Colombia un destino común’. Hoy está más vigente que nunca. En un aparte escribí que “si la sociedad ecuatoriana no se levanta, como lo hizo la sociedad colombiana muchas veces en las peores épocas, y si no hay un gran liderazgo presidencial con recursos, con objetivos y con seguimiento detallado a toda una nueva política de seguridad –que hoy no existe–, veremos a Ecuador convertirse en un narco-Estado como hoy es Venezuela o como va a serlo México si sigue en el camino que va”.
Colombia despertó con el asesinato de Galán. La narrativa de la izquierda, equivocada y mentirosa, es que estamos peor, que esa lucha contra las drogas fue un error y se perdió, pero la verdad es que Colombia es hoy una democracia que sobrevivió al narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares porque asumió el costo como sociedad de dar esa lucha. Con muchos muertos, no hay que subestimar de ninguna manera el costo, sin destruir las libertades, pero con la firmeza y convicción que lideraron presidentes como Virgilio Barco, César Gaviria, Andrés Pastrana y Álvaro Uribe. No menciono en este grupo a Ernesto Samper, pues fue elegido con dineros de los narcos –otra lección que debe aprender Ecuador, a cuidar el sistema electoral–; a Juan Manuel Santos, quien entregó la lucha contra las drogas para lograr su Nobel de Paz; a Iván Duque, pues el covid cambió todo; y a Petro, por las razones antes mencionadas.
El apaciguamiento de los narcos, abrazos y no balazos, como dice Amlo, solo entrega la sociedad a la criminalidad. Miren lo que sucede en México y cómo hoy una tercera parte del país está en manos de ellos. La mexicanización del negocio de las drogas, con la que el poder político ya forma parte de la ecuación, es una realidad en todo el continente. Los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación son hoy unas multinacionales del crimen que están en todo el continente y ejercen su poder violento, económico y político por doquier.
Ecuador es el nuevo frente de batalla. No nos equivoquemos. Villavicencio y su asesinato son el campanazo de alerta. Como lo fue la muerte de Galán.