Si les pasáramos a Woody Allen y a Almodóvar datos sobre el fenómeno social del aburrimiento juvenil, reaccionarían con provocación haciéndonos unas de sus compulsivas películas. Aproximadamente desde hace dos décadas ha aumentado de modo preocupante el número de jóvenes que padecen de aburrimiento, perturbación considerada como una de las más espantosas por las que un joven puede atravesar justo en el momento de su vida en el que su corazón y su cabeza circulan a más velocidad que el acelerador de partículas suizo.   Es un hecho constatable por numerosas familias y otras instituciones que una parte no pequeña de nuestros jóvenes postmodernos se aburren y huyen como locos de ese estado que lo reconocen como una desesperación encubierta indeseable. Aburrirse es inaguantable y más en un joven que naturalmente demanda divertirse de modo intenso y constante. Además, estudios psicológicos y sociológicos advierten con fiabilidad alta que un joven aburrido – con respecto a uno no aburrido- se expone con mayor riesgo a desembocar en conductas adictivas nocivas como el consumo de alcohol y estupefacientes, y/o en otras adicciones menos confesadas como el sexo, el juego, el shopping compulsivo, adicciones de internautas (chats, twenti, juegos en red, etc.) Desgraciadamente algunos jóvenes que intentan erróneamente escapar de su tedio a través de estos canales están generando serios problemas familiares y sociales.   Si en una sociedad el conjunto de sus jóvenes se aburre es porque les aburre la misma sociedad que los acoge y agita. Algo grave pasa en esa sociedad, y huele a fracaso institucional porque no se ha sabido presentar de modo atractivo e inteligente una oferta que dé respuesta a las apasionantes inquietudes que afloran en esta etapa crucial de la vida, y que requieren encauzamientos bien estudiados. Si se multiplica el número de jóvenes aburridos o quemados vitalmente que es lo mismo, urge investigar y elaborar un análisis crítico que vaya a las causas de este problema social. Numerosos estudios diagnósticos y de sintomatología hablan de causa-efecto: los jóvenes cuando se aburren buscan más botellas y se emborrachan, se drogan más, consumen y navegan más,…huyen a espacios artificiales, psicodélicos y digitales donde combaten el aburrimiento a través de un hiperentretenimiento que les descontrola y les narcotiza la atención. Pero al margen de los síntomas y yendo más a la raíz ¿cómo se ha podido llegar a esta situación de fragilidad social en el sector juvenil a la que no deberíamos acostumbrarnos? ¿Qué no se ha hecho y qué se ha hecho a lo largo de todo el proceso educativo - familiar–escolar-, para que el producto final sea un joven aburrido al borde de un ataque de nervios? A grandes rasgos propongo la siguiente reflexión.   En primer lugar lo que se observa es que muchos de nuestros jóvenes crecen desde infantes dirigidos por un programa asfixiante y trepidante de tareas y actividades que les corta las alas de su iniciativa y creatividad personales. Se les sobrecarga de recursos técnicos exteriores y múltiples para hacerlos competitivos en el mercado laboral: dos y hasta tres idiomas, artes marciales, fútbol, tenis, academias de música y ballet, ofimática y cibernética, etc. Al mismo tiempo desde temprana edad, y en un entorno familiar presionado por un ambiente social de ocio y consumo se les instruye en la cultura de lo lúdico, facilitándoles el acceso al gran supermercado de la diversión: televisión, videojuegos, playstation, wi, mp3, Ipad, Iphone, móviles, Internet, redes sociales, Portaventura etc. Lógicamente para esta amplia adquisición de productos hace falta mucha pasta, y no es raro que algunos estudios identifiquen el aburrimiento como una enfermedad de los nuevos ricos: los niños ricos e ilustrados son los primeros en aburrirse.   En cualquier caso, nuestros niños viajan hacia la adolescencia y juventud con el sobrepeso de una mochila exterior bien equipada y repleta, pero con la mochila interior estrictamente vacía. Se ha invertido mucho en el hardware y muy poco en software, sintetizándose jóvenes expertos en nuevas tecnologías y en juegos pero inexpertos en desarrollar capacidades interiores. A lo largo de este proceso –quizás sin ser conscientes del alcance de las consecuencias- se les ha proporcionado las bases para que hipertrofien su hombre exterior y atrofien el interior, siendo reemplazada la intimidad por lo que se conoce como extimidad. He aquí el joven aburrido, un joven sin interioridad programado para vivir constantemente con un afán inmoderado de novedades que hace que su mente deambule habitualmente en la dispersión y se desquicie ante el horror vacui, horror a quedarse en blanco y sin nada que hacer. Por eso huyen, y como decía Kierkegaard, aterrizan en una “profundidad superficial o en un hartazgo hambriento”.   Solución valiente y ardua sería promover la cultura de la interioridad. Disminuir el nivel de ruidos y de interferencias, que haga posible a un joven sustraerse para estar a solas. Estando a solas se puede ser consciente y asumir las riendas de la vida personal; en el recogimiento interior puede un joven encontrar el clímax idóneo para hacer lo más humano y apasionante que se le puede ocurrir: pensar, contemplar y leer. Lo dice lúcidamente la filósofa alemana Hannah Arendt: “cuando se deja de pensar, un hombre es sustituible por cualquier otro”, o por cualquier cosa. En definitiva solo el hombre interior que piensa, contempla y lee puede poseerse y por tanto darse al otro, tomarlo en serio, es decir: dialogar. Se conocen muchos jóvenes que con estas instrucciones logran escapar del aburrimiento, porque viajan hacia dentro y desde la atalaya interior cultivan y excitan la función creadora de su potente inteligencia que les hace más libres y perfectos para darse a los demás y divertirse con ellos.   *Profesor de Pensamiento Social del Departamento de Ciencias Políticas, Ética y Sociología de la Universidad CEU Cardenal Herrera. Correo electrónico: emilio.garcia@uch.ceu.es