Hablar hoy en día de la majestuosidad y de la grandeza de la justicia desafortunadamente se ha hecho una labor cada vez más compleja, con infinito dolor vemos como nuestra institucionalidad y en especial la otrora grandeza de administración de justicia en cabeza de la rama judicial, se encuentra absolutamente desteñida y desprestigiada, con inconmensurable dolor evoco a mis maestros; al Dr. Alfonso Reyes Echandía, al Dr. Carlos Medellín Forero y al Dr. Manuel Gaona Cruz, entre muchos otros, todos profesores, amigos y modelos intachables de la recta impartición de justicia y sobretodo inmejorables seres humanos, inmolados por la absurda violencia que ha flagelado inmisericordemente a nuestro país y que fueron súbitamente arrebatados no solo de sus entornos familiares y profesionales sino de la médula institucional colombiana.
Para muchos, el holocausto del Palacio de Justicia marcó la agonía de la grandeza jurídica de nuestro país, teníamos una administración de justicia, en cabeza de los más prominentes e importantes pensadores colombianos del siglo XX, todos sin excepción; docentes, investigadores, meticulosos y estudiosos, pero sobre todo honestos ciudadanos de bien, de esa extinta Corte Suprema de Justicia, con la que tuve el inmenso privilegio de compartir desde mi formación como abogado, hasta mi ejercicio profesional, nunca existió tufillo de corruptela, o siquiera de interrogantes menores entre corrillos, se trataba de magistrados en el antiguo y estricto sentido de la palabra, que tal como los más puros estudiosos y entusiastas del derecho romano se encontraban investidos con la más “fina intuición de lo justo”, una administración de justicia cuya cúspide estaba en cabeza de los más acreditados maestros en sus respectivas áreas, eminentes juristas no solo con el reconocimiento y absoluto respeto local, sino internacional, los que conocimos a estos magistrados, los recordamos con especial cariño, no solo por su humana condición, sino por su simplicidad, se trataba de hombres que nunca pensaron en riqueza, que jamás fueron tentados por la codicia y el dinero fácil, nunca vendieron su consciencia por un puñado de billetes, hombres sencillos, todos terminaban sus cátedras en la Universidad Externado y solo con un portafolito, una sombrilla y a pie, caminaban las casi siete cuadras de distancia entre el claustro universitario y el palacio, sin escoltas, sin carros blindados, solos en compañía de sus textos, códigos y expedientes.
Desafortunadamente, con los años y con infinito pesar vemos cómo nuestras altas cortes han devenido lugares de comisión de delitos, esos mismos salones y oficinas que fueron ocupados por los más prominentes juristas se convirtieron en oficinas de oscuros intereses donde la danza de los millones no se hizo esperar. Solo por recrear el sórdido episodio del denominado Cartel de la Toga, magistrados pidiendo miles de millones de pesos para prevaricar, para modificar sus conciencias y pronunciarse de forma contraria a los hechos que mediante los elementos probatorios mostraban otras realidades, jueces que vestían trajes de miles de dólares, vivían en mansiones, sus esposas e hijos transitaban en vehículos de alta gama, todo un derroche de vanidad, en el que las invitaciones y recepciones ofrecidas por las “primeras damas” de las cortes eran retratadas en las flamantes páginas sociales de las revistas como si en vez de magistrados al servicio de la justicia se trataran de celebridades del espectáculo; pero lo más grave, fue que al final la verdad salió a relucir, y la penosa realidad fue primera plana de todos los medios del país: los presidentes de las altas cortes condenados por actos de corrupción, por conductas absolutamente contrarias a sus funciones constitucionales, cual venales ofreciendo el sagrado designio jurisdiccional al mejor postor.
Gracias a toda esta vergonzosa realidad, nuestra administración de justicia pasó a ser una de las instancias estatales menos confiadas por la ciudadanía, que tristemente no ve a sus jueces ordinarios con buenos ojos. Por el contrario, la apreciación ciudadana de la rama judicial se encuentra en niveles paupérrimos y no solo por los casos aquí sumariamente descritos, sino por la impunidad, la mora judicial y otros terribles aspectos que cada vez laceran con más fuerza a nuestra administración de justicia. Sin embargo, en medio de tanta dificultad, hay una jurisdicción que sale mejor librada que las demás; se trata de la Constitucional, que tal vez, en medio de tanta dificultad siempre ha estado inspirada por sus principios rectores y se ha tornado en la materialidad de la efectividad de los derechos fundamentales consagrados en la constitución, de ahí que cuando se revisa la percepción popular de la justicia constitucional, por lo general, esta apreciación es diferente, una corte que gracias a las funciones previstas en nuestra constitución, le corresponde la titánica tarea de salvaguardar y velar por la integridad de la carta del 91 y de todo su complejo catálogo de derechos, de ahí la importancia de mencionar a sus célebres magistrados y hoy, en especial, rendir un sentido homenaje al Dr. Alberto Rojas Ríos, quien culmina exitosamente su periodo, sin duda, convirtiéndose en actor protagónico del desarrollo constitucional moderno de la corte, su arduo y comprometido trabajo se evidenció en más de 500 sentencias rubricadas con su ponencia, pero además fungió como el arquitecto legal de las más revolucionarias iniciativas al interior del máximo tribunal constitucional, fallos quintaesenciales para lo que es el nuevo orden del derecho constitucional colombiano, vinieron de su análisis, tales como el matrimonio igualitario para las parejas del mismo sexo, la equiparación de las condiciones laborales del trabajo doméstico, el reconocimiento de la igualdad de la mujer en el fútbol, en fin, un catálogo de fallos que sin duda aportaron para el cierre de brechas y diferencias que consuetudinariamente han desfavorecido siempre a los más débiles y siempre en defensa de la mujer; pero más allá de esto, el Dr. Rojas representa -como lo eran esos antiguos magistrados- la excelencia y honorabilidad de una alta magistratura, un funcionario que siempre estuvo presente para el país, honesto, dedicado, comprometido por el bienestar de los colombianos, sin duda, un hombre que nuestro aparato jurisdiccional echará de menos. Dr. Alberto, ¡buen viento y buena mar!