Me sorprendió, como a muchos, la reciente columna de Margarita Rosa De Francisco acerca de su “fracaso como cantante”. No tanto por el impacto de leer a una persona que pasa por un buen momento profesional ofreciendo ese veredicto lapidario. Más bien porque abre el espacio para una reflexión sobre lo que definimos como fracaso, y su contraparte, el éxito. El año pasado, en el marco del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, fui invitado a dar una charla a los músicos sobre cómo acercarse a los medios de comunicación. La intención era ofrecerles herramientas para que todos pudieran “profesionalizarse”. Empecé la exposición que llevaba preparada hablando de la importancia de publicar un press kit, tener material de video en Youtube, fotografías de alta calidad y demás características de una buena campaña citadina para promover un grupo musical. De repente me detuve a pensar a qué público le estaba hablando. Estaba ante un centenar de músicos autóctonos, empíricos; muchos de ellos vivían de la pesca y solamente salían de su pueblo una vez al año para llevar sus cantos al Festival. Eran ellos los que debían enseñarme a mí sobre su entendimiento de la música, y no yo quien les diera esos tips un poco absurdos de una industria musical tan ajena a su mundo. Interrumpí la charla y les dije: “¿Saben qué? No están obligados a hacer esto. Si ustedes hacen música porque les gusta y ya, no sientan que es una meta llegar a ser un producto masivo”. ¿Qué es el éxito? ¿Salir en televisión? ¿Ser nominado a un Grammy Latino? A veces, cuando me doy cuenta de que muchos de los artistas que me gustan y que recomiendo en mis columnas de la revista SEMANA no cumplen estas características, recuerdo esta frase del pianista Charles Rosen: “Una obra que es amada apasionadamente por diez personas es más importante que una que oyen diez mil como música de fondo”. Infortunadamente, no se piensa así en los medios masivos de comunicación. Cuando Margarita Rosa declara fracaso su paso por la música, se refiere, seguramente, al contraste entre una fuerte campaña mediática para su álbum “Bailarina” del 2012 (no recuerdo ningún otro lanzamiento discográfico que haya sido portada de Soho), y los modestos resultados de ventas.
Con la banda sonora de la telenovela Café, la cosa fue muy distinta. Margarita Rosa explica aquel éxito (nuevamente la palabreja) contándonos que, cuando cantaba, lo hacía a través de un personaje. Esa definición la he escuchado varias veces cuando se habla del arte de interpretar. Es bien conocida la declaración de la cantante Beyoncé respecto a su gusto por “vestirme como una provocadora y comportarme como una dama”: sin quererlo, nos ha dado también la clave de sus interpretaciones, donde el erotismo es apenas una fachada que vamos descorriendo como un telón mientras más la escuchamos. Pero Margarita Rosa no podía quedarse encasillada en el personaje de Gaviota, limitándose a las rancheras y las canciones de despecho. Su gusto por la música brasileña es bien conocido. Yo todavía la recuerdo interpretando “Nada será como antes”, de Milton Nascimento, en el programa de televisión Espectaculares JES, hace muchos años. Esas particulares armonías, esos giros que traen consigo la bossa nova y el samba, tenían que entrar también a su universo musical. Y es ahí donde, al no hallar mucha conexión con las músicas que se oyen comercialmente en este país, comenzaron las dificultades. Confieso que cuando oí por primera vez “Bailarina”, me costó esfuerzo. Mi trabajo me impone escuchar los discos varias veces, desentrañarlos, descifrarlos y finalmente explicarlos a los lectores. Así fue como descubrí las particularidades de las canciones de Margarita Rosa. Casi no tienen la estructura convencional de estrofas y estribillo. La métrica es exageradamente flexible. En algunos casos, como en “Qué te crees”, parece que el texto hubiera nacido primero y luego la música la fueran dictando las mismas palabras, a manera de los recitativos en la ópera, donde es difícil seguir una melodía. Y en otros instantes nos asomamos a un universo llamativo pero hermético: una canción como “El diablo y la mariposa” puede tener tantos significados como oyentes. A esto hay que sumarle una instrumentación muy discreta que, para usar la jerga de los promotores de las discográficas, nunca estalla. Nada de lo que acabo de enumerar es negativo. Es la propia cantante la que en su columna habla de “mis composiciones marcianas”. Yo voy a retomar la expresión, entre otras cosas, porque me gustan la astronomía y la ciencia ficción. La primera vez que leí el adjetivo “marciano” para abordar un modo de componer fue en un texto memorable del musicólogo Steve Race: el marciano es el que mira con asombro todo aquello que al resto del planeta ya le parece normal y cotidiano. Esa mirada nos cuestiona, nos desestabiliza, y en el fondo nos resulta necesaria para sacudirnos tanta telaraña mental. Para escribir esta nota, volví a sacar de mi fonoteca el disco de Margarita Rosa, que ella me hizo llegar en el 2012, autografiado y con una dedicatoria que le agradezco sinceramente. No lo reseñé en su momento, tal vez porque no logré encontrar las palabras que ahora estoy usando. Pero si queda declarado oficialmente como el documento de un fracaso, lo seguiré guardando, porque pocos fracasos tienen ese garbo.