Cualquiera pensaría que en un país como Colombia, cuyo conflicto ha dejado más de medio millón de muertos, seis millones de víctimas, cuatro millones de desplazados, el mismo número de refugiados, secuestros, extorsiones, masacres, atrocidades, intolerancia, indolencia, poco desarrollo económico, desigualdad y pobreza, entre sus muchos males, la población quiera y acepte un acuerdo de paz. Unos acuerdos que, como todo en la vida, van a ser imperfectos y no van a dejar contentos a todos, pero que en todo caso son mucho mejores que la violencia perfecta y perpetua en que hemos vivido desde los tiempos de la independencia. Se supone que un plebiscito que apruebe los acuerdos que se están pactando en el proceso de paz tendría el apoyo total de una población cansada de la larga pesadilla del conflicto que consume vidas, ilusiones, futuros y que hacen difícil la convivencia diaria. Aunque parezca increíble, no es así. Los opositores al proceso de paz, encabezados por el Centro Democrático, se resisten a las negociaciones entre el Gobierno y las FARC y, de llevarse a cabo el plebiscito para refrendar los acuerdos que se están pactando, harían campaña por el NO. De ganar el NO implicaría que todo lo acordado con las FARC no se aplicaría, esta guerrilla no se desmovilizaría, ni entregaría las armas y seguiría la larga guerra que consume vidas y frena el desarrollo económico. Pero lo más triste es que el Centro Democrático no propone una alternativa viable y creíble para alcanzar la paz, sino que no la tiene. Su único ofrecimiento es continuar con la misma guerra que se está tratando de ponerle fin. No se escuchan propuestas sensatas y realistas, todas son fórmulas que saben que no van a ser aceptadas ni por el Gobierno ni por las FARC. Porque la paz para el Centro Democrático no es más que una rendición total de las FARC y el encarcelamiento de sus miembros (a sabiendas que eso no es posible), y el mantenimiento de las estructuras políticas, económicas y sociales actuales que siempre han contribuido a la desigualdad y a la pobreza. Saben que derrotar a la guerrilla es una misión casi que imposible, como quedó demostrado durante los ocho largos años de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, durante el cual las FARC pasaron de 18.000 a 8.000 integrantes, pero muy lejos de ser aniquilados. Aunque matarlos a todos no significa que se termine con el conflicto colombiano, que requiere más perdón y reconciliación que tiros. El caso con las FARC podría ser similar al que se llevó a cabo con el M-19 a finales de la década de los 80 del siglo pasado, el cual ocasionó muchas críticas, pero 25 años después nadie se arrepiente de ese camino que llevó a esa insurgencia a cambiar las armas por la política. La paz se trata de salvar vidas: esas a las que los colombianos ya no les damos ningún valor. Dejar escapar esta oportunidad sería sumarle muchos muertos, desplazados, refugiados, víctimas, dolor, sufrimiento y resentimiento a uno de los conflictos más atroces del mundo. Para fortuna de los dirigentes opositores al proceso de paz, los que pelearían y morirían en la guerra seguirían siendo los de los estratos 1 y 2 (el 95% de los combatientes pertenecen a estos niveles sociales), mientras ellos y sus familias seguirán viviendo tranquilos. *Periodista y especialista en resolución de conflictos.