Recientemente visité la lujosa residencia de un prominente ciudadano bogotano. En ella había un dormitorio enorme para cada persona, un rincón para cada cosa, una pared para cada obra de arte, una sala para cada actividad interior y una estancia climatizada al aire libre para cada actividad exterior. Después de mostrarme la tercera o cuarta de sus terrazas, mi anfitrión, sin sospechar que yo pudiera traicionar la complicidad de clase que él daba por sentada, me mostró un habitáculo que tomé por un trastero para guardar la barbacoa. —Este es el cuarto del servicio —dijo—, pero yo no quiero que la muchacha viva aquí, sino que venga por días. Le dije que me parecía obvio, porque era difícil que alguien pudiera vivir en aquel cuarto. Él hizo cara de no entender por qué yo lo decía. —Lo digo por el tamaño —expliqué—. Aquí no cabe una persona. El patrón abrió los brazos como midiendo el recinto y replicó aplomado: —Pues tiene un metro con ochenta de largo. No se me ocurrió pensar que la “muchacha” no necesitaría espacio para poner nada; que debía bastarle con un lugar donde poner su cuerpo de pie o acostado en un catre. Por su parte, a mi anfitrión no se le ocurrió pensar que el único espacio de 1,80m x 1,30m que puede habitar una persona es una tumba en el cementerio. O una celda en la cárcel. O un zulo. Yo era niña cuando oí la palabra “zulo” por primera vez. Acababan de liberar a un conocido de mi familia que había sido secuestrado, y algún pariente contaba que los secuestradores lo habían tenido durante seis meses en un zulo en el sur de Bogotá. Pregunté qué era eso, me respondieron, y enseguida me vinieron a la mente los “cuartos del servicio” que conocía. En esos zulos, ubicados en el norte de Bogotá, vivían mujeres que sólo los domingos podían salir a hacer su propia vida, que tenían que obedecerles a los niños y a las mascotas de la casa, y a quienes nos referíamos, sin darnos cuenta de nuestra falta de respeto, como “muchachas” a pesar de que algunas pasaban de los treinta años y otras pasaban de los sesenta. La mayoría de los colombianos de estratos privilegiados han tenido en su casa, en algún momento, a una mujer semi cautiva. Demasiadas “muchachas” colombianas han trabajado bajo condiciones irracionales: salarios de miseria sin prestaciones sociales, jornada laboral de catorce horas diarias, salidas quincenales, jefes autoritarios, habitaciones de un metro con ochenta en las que se inician sexualmente a los adolescentes de la casa, uniformes denigrantes, y un nombre, “muchachas”, que les desconoce el ejercicio de un oficio (asistente, aseadora, niñera, etc.), y las docilita al no reconocerles siquiera la adultez. Las muchachas, claro, no son obligadas por sus patrones a aceptar contraprestaciones indignas. Son forzadas por la miseria de la ciudad o la violencia del campo, de las cuales los patrones, en muchos casos, son causantes o beneficiarios. Y son forzadas por el machismo, que ha relegado al último renglón de las reivindicaciones sociales a esas mujeres que no saben hacer nada más que cuidarles la casa y los hijos a otras mujeres. He oído a los patrones más condescendientes decir, con católica filantropía, “Nosotros tratamos a María como a un miembro de la familia”. Creen que esa concesión los exime de su responsabilidad social y humana, e ignoran que sería más apropiado, en una sociedad moderna, que María fuera tratada como una trabajadora con derechos, que, además, quizás quisiera tener su propia familia. Entretanto, pasan por alto que los esclavos de los romanos también eran considerados parte de la familia. Me acordé del tema el otro día, cuando vi a los desplazados que se tomaron el parque de la 93 para protestar por la precariedad de su situación. Acaso creían que a los ricos se les despertaría la vergüenza si veían pobres en su jardín. Olvidaban que a los ricos colombianos —y a los no tan ricos— les gusta ver pobres y tener a los pobres lo más cerca posible, viviendo en la habitación más interior de su casa. (Pero no los llaman pobres, por parecerles éste un término áspero. Los llaman “gente humilde”, eliminando la posibilidad de que los desposeídos puedan conservar el orgullo.) No escribo esta especie de cuadro de costumbres para que los patrones delincuentes caigan en cuenta de nada: si nunca se han preocupado por las violaciones al código laboral, las faltas al sentido común y los errores semánticos en los que incurren con sus “muchachas”, tampoco se preocuparán ahora que la sociedad tiende al extremo de la desensibilización siguiendo el ejemplo del actual Presidente, un falócrata que se comporta como el patrón condescendiente de todo el país. Tampoco lo escribo para los desplazados que se instalan en el parque de la 93 hasta que los policías los echan, ni para esos policías, ni para las empleadas de las casas, pues no lo leerán. Eso suele suceder con la crítica social en Colombia: que uno publica su opinión para cuatro lectores que, de antemano, están de acuerdo con uno. En esta sociedad desintegrada, al opinar públicamente uno siente que no hace mucho más que hablar en corrillo, a espaldas de los aludidos. Parecería, en el mejor de los casos, que ventila su indignación para expiar sus propias culpas sociales.