Parece ya remoto el episodio del retiro de las visas de varios magistrados y un congresista; incluso no faltará quien diga que el asunto se encuentra superado por las gestiones que dos de ellos, integrantes de la Corte Constitucional, realizaron ante la embajada de Estados Unidos a raíz de la cuales se habrían disipado los “errores” que condujeron a que, en ejercicio de un poder discrecional del que nadie duda, se les hubiera privado del beneficio de ingresar a ese país que por múltiples motivos consideramos maravilloso. Es un tanto remota la probabilidad de equivocaciones simultáneas sobre dos de los siete integrantes de esa corporación judicial. Menos aún resulta verosímil esa coincidencia luego de que habían rehusado, ellos y sus colegas, sentarse a manteles con el embajador estadounidense, quien, sin duda, quería hablarles de cuestiones tan delicadas como el trámite de las objeciones a la ley estatutaria de la JEP y la aspersión de los cultivos de coca con ciertos herbicidas, temas ambos sobre los cuales la embajada ha expresado en numerosas ocasiones los intereses del gobierno que representa. La pronta devolución de las visas puede satisfacer las necesidades particulares de los magistrados, pero es inevitable que haya quedado flotando en el ambiente una suerte de mensajes intimidatorios para los jueces que se aprontan a tomar decisiones trascendentales. Me resisto a creer que, en efecto, así fuere. Cualquier conato de persuasión, ejercido por fuera de los cauces procesales o del debate público, puede ser entendido como obstrucción a la justicia, una conducta que es criminal tanto en Colombia como en Estados Unidos. Insisto en que me refiero estrictamente a las insinuaciones a los integrantes de la judicatura. Nada tiene de malo que gobiernos extranjeros o funcionarios internacionales le expongan, deseablemente en privado, a nuestro gobierno lo que les parezca sobre el acuerdo con las Farc y sus desarrollos ulteriores. Desde esta óptica tiene la misma legitimidad lo que diga el embajador noruego o el norteamericano, para mencionar dos diplomáticos que suelen ver las cosas de muy distinta manera. Me queda, sin embargo, una piedrecilla en el zapato: que sucedan al mismo tiempo el retiro de las visas, y -según leí en alguna parte- la suspensión de la colaboración de los Estados Unidos para la modernización de la gestión documentaria de la Corte Constitucional. Toca imaginar que ella obedece a alguna falla burocrática que el Departamento de Estado no controla; puede también haber ocurrido una confusión, que es recurrente, entre Colombia y Columbia. ¿Alguien sabe qué pasó? Mientras las cortes protestaron por lo que entendieron, tal vez por exceso de suspicacia, como una presión indebida, el Gobierno se limitó a reconocer el derecho que todos los países del mundo tienen para recibir dentro de su territorio a ciudadanos extranjeros, derecho que, por cierto, tiene una importante excepción: la que milita a favor de los refugiados en virtud de acuerdos internacionales, dimensión que, en el contexto que aquí interesa, es irrelevante. Lo que no se dijo, y pudo decirse, es que de los derechos no debe abusarse y que el Estado colombiano tenía dudas sobre si se trataba con justicia por el gobierno de un país amigo a altos funcionarios suyos (si es que las tenía). Es posible que la Corte Constitucional haya asumido esa magra declaración con muy poca simpatía, si estaba esperando, como cabe conjeturarlo, una rotunda solidaridad. Qué tanto daño hizo esa forma de actuar es posible que jamás se sepa de manera directa. La respuesta podría venir escondida en la densa prosa jurídica usual cuando se resuelva, de una vez y para siempre, sobre las objeciones gubernamentales a la ley estatutaria de la JEP. La Corte podría partir de la hipótesis de que, tal como lo pretendió el Presidente, serían de conveniencia, en cuyo caso no prosperaron: fueron negadas en la Cámara mientras que en el Senado no prosperaron (omito los detalles). Sin embargo, si quisiera enviarle al Gobierno un tácito mensaje de reproche podría afirmar que las objeciones, por versar sobre un asunto constitucional ya resuelto, desde antes de su formulación estaban cubiertas por la cosa juzgada. Se habría perdido, entonces, tiempo político precioso en una discusión bizantina. Tanto se ha dicho sobre el caso Santrich que me puedo limitar a muy poco. La circunstancia de que la decisión de primera instancia haya sido adoptada por una mayoría precaria de tres contra dos es clara indicación de que el asunto, como tantas veces sucede en el ámbito jurídico, no es sencillo. Tenemos, al menos, una dimensión novedosa: los integrantes de las Farc que se hubieren desmovilizado gozan, en ciertas circunstancias, de una garantía de no extradición que no tenemos los demás colombianos. (En su momento me opuse a ese trato desigual). Cuales sean las implicaciones de esa circunstancia, en cuanto a la prueba de la ocurrencia del delito, es asunto que se resolverá en segunda instancia. Llama la atención, y mucho, que se acuse a la Fiscalía de haber omitido la remisión a la JEP de pruebas relevantes que estaban en su poder desde tiempo atrás. Si así hubiere sucedido, nos debe una explicación rigurosa. Como es preciso saber también la razón para que solo haya iniciado una investigación contra Santrich el día en que fue emitido el fallo de primera instancia. Bien pudo haberlo hecho desde hace un año: el delito que se le atribuye lo es en ambos países. Muy raro… Briznas poéticas. La Amazonía, a la que José Eustasio Rivera cantó hace una centuria en Tierra de Promisión, es la misma que hoy se devasta ante la impotencia del Estado: “La selva de anchas cúpulas, al sinfónico giro / de los vientos, preludia sus grandiosos maitines; / y al gemir de dos ramas como finos violines / lanza la móvil fronda su profundo suspiro”.