En una de las obras de teatro más influyentes del siglo XX, Henrik Ibsen presenta a un médico, Thomas Stockmann, quien en un pequeño pueblo en el sur de Noruega denuncia, con sólidos estudios en la mano, que las aguas medicinales del balneario local que atrae muchos turistas están contaminadas. Las obras para sanear las aguas tomarían tiempo y costarían una buena cantidad de dinero. Ante este desafío, en vez de coger el toro por los cuernos y llevar a cabo los trabajos de descontaminación, toda la clase dirigente local, el regidor (hermano del médico) Peter Stockmann –quien también preside la junta directiva del balneario–, el principal periódico y los gremios deciden declarar al denunciante enemigo del pueblo, enemigo público #1. Al final, el doctor Stockmann y su familia son aislados, cual si de leprosos en Agua de Dios se tratara. Con dolor y a la vez con entereza de espíritu, el médico le dice a su familia: “El ser humano más poderoso del mundo es aquel que más aislado está”.
Aquellas eran épocas en que una alianza de políticos, hombres de empresa, gremios y medios podía acallar revelaciones de gran alcance político y social y condenar a los denunciantes al ostracismo. Hoy las cosas han cambiado radicalmente. Las clases dirigentes son duramente cuestionadas desde Moscú hasta Washington, de La Habana a Santiago de Chile, desde Caracas hasta Londres. Los medios ven desvanecerse su credibilidad. Los sectores empresariales están bajo la lupa en el mundo. Y ni hablar de los políticos, que probablemente sea la profesión más desprestigiada en todo el planeta. Ya no es tan fácil acallar las denuncias y protestas sobre el mal funcionamiento del sistema.
Colombia no es un país ajeno a ese proceso de pérdida de legitimidad del grupo dirigente y de las instituciones y los mecanismos a través de los cuales este reproduce su poder. El profundo desgaste del régimen político exige un decidido y audaz programa de reformas. Por desgracia, ni la clase dirigente ni la mayoría de los políticos son conscientes de los riesgos inmensos que corremos como país si no se empiezan ya los cambios necesarios para modernizar el sistema y ponerlo a tono con las más justas demandas ciudadanas. Más bien ha ocurrido todo lo contrario. El grueso de quienes detentan el poder ha acudido al manido recurso de encontrar un enemigo para acallar y deslegitimar el descontento ciudadano. En el pasado esos enemigos fueron el comunismo durante la Guerra Fría, el castrismo en los años sesenta y setenta del pasado siglo, las guerrillas, los narcos. Hoy ese libreto está desprestigiado y agotado. Y en un intento desesperado y suicida de negarse a ver la realidad, quienes timonean el barco, con bastante impericia por lo demás sea dicho, tratan de crear un nuevo enemigo público #1, negándose a aceptar que ya nadie les come cuento. Me recuerdan a Cecilia Morel, la esposa del presidente Piñera, quien, durante la insurrección chilena de octubre de 2019, en un audio por WhatsApp dijo: “Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice”.
Pensar, como en la obra de Ibsen, que los males se reducen a quien o a quienes los denuncian es insensata ceguera. Endilgarle a Petro todo el descontento ciudadano, que lleva décadas acumulándose sin que la clase dirigente llevase a cabo las reformas que el país requería, es una soberana idiotez.
El 18 de febrero de 2012 Alejandro Gaviria escribía en su blog: “La movilidad social [en Colombia] es menor a la observada en otros países, como Chile y México, donde se realizaron encuestas similares. Más allá de las comparaciones, la movilidad es insuficiente por decir lo menos. Casi una tercera parte de la población nace pobre y muere pobre. Los otros apenas se mueven. Muy pocos logran ascender decididamente. Y si lo hacen, deben enfrentarse al clasismo, a un catálogo conocido de improperios: lobos, mañés, igualados, provincianos, carangas resucitadas, etc.”.
En nuestro país el ascensor social es muy chiquito y no lleva a las personas, sino en raras ocasiones, a los pisos de arriba. La ciudadanía se cansó de un sistema que ofrece tan pocas oportunidades de ascenso social efectivo. Si la democracia política no va acompañada de un masivo ascenso social, esta se convierte en oligarquía o en plutocracia, que tarde o temprano es cuestionada duramente desde los excluidos, que en nuestro país son mayoría. Eso es lo que reclaman hoy en las calles.
Es suicidio político mirar los problemas sociales cual María Antonieta, la consorte real francesa que en la antesala de la revolución les habría espetado a quienes llegaban hasta el bastión supremo de los privilegios, Versalles, reclamando pan, ¡y por qué a falta de pan no comen pasteles!