Dejando a un lado las diversas lecturas que se le pueden dar a la COP 16 en medio de un escenario político convulso, el reciente cubrimiento periodístico que pude realizar durante la primera semana del evento me dio una perspectiva muy diciente sobre el papel de los estados en la protección del medio ambiente. A diferencia de las comunidades locales y ciertas instituciones, los esfuerzos estatales no han sido, por ahora, lo suficientemente contundentes para hacer de esta defensa algo más allá de metas incumplidas y escenarios folclóricos.

Por supuesto que la generación de políticas públicas y tratados internacionales medioambientales son necesarios en esta cruzada por la naturaleza. De hecho, la WWF recuerda que dichas estrategias nacionales son el punto de partida. Sin embargo, la COP16 empezó con la diciente noticia de que solo 33 de los 196 países miembros del Convenio llegaron con el documento terminado, con el que se expondrían los planes para revertir y recuperar la pérdida de biodiversidad por la que atraviesa el planeta.

Peor aún, de las 20 metas Aichi de 2011 a 2020 —antecesoras de las 23 metas actuales para el 2030—, no se cumplió ninguna.

Por tal razón, la actitud heroica de los estados que supuestamente dicen ser guardianes de la biodiversidad parece ser más show que realidad. Si bien la concientización a nivel mundial sobre el cuidado del medio ambiente es cada vez más fuerte, los discursos políticos todavía se alejan de los esfuerzos y realidades que ciertas comunidades han conseguido a nivel local.

Mientras en la zona azul de la COP16 se tratan de conectar a la red wifi para descargar los documentos necesarios y poder realizar su discusión, en la zona verde no se detienen las conferencias y el Bulevar del Río está lleno de emprendimientos e iniciativas medioambientales tangibles.

En el panel ‘Buenas prácticas Laudato Sí en la construcción de paz con la naturaleza’ se reunieron distintos líderes comunitarios que trabajan por la protección de los recursos naturales y biodiversidad que los rodea. Dentro de sus prácticas resaltan las iniciativas locales que, con la ayuda de la Iglesia Católica, se han venido promoviendo en su comunidad.

Desde la eliminación de la caza de manatíes por la generación de turismo en el corregimiento de Soplaviento, Bolívar, hasta el inicio de la restauración de la Ciénaga de Santa Marta en el kilómetro 38, e incluso a través de la cooperación entre la Iglesia y la comunidad indígena Pijao, todos estos esfuerzos han logrado cumplir sus metas propuestas y generar un impacto positivo en la recuperación de los ecosistemas y sus especies.

Ahora bien, no se trata de desestimar la labor de los estados, ya que, nuevamente, son el punto de partida. No obstante, mientras se incumplen las metas propuestas y se utiliza, repetidas veces, el discurso ambiental como discurso político para ganar votos, las comunidades locales demuestran cada vez más su interés por proteger su entorno.

Más allá de la COP 16 y de los beneficios turísticos y económicos que pueden llegar a Cali por ser sede del evento, la defensa del medio ambiente es un deber de todos. Desde ámbitos educativos, políticos, incluso religiosos, se hace un llamado a proteger la naturaleza. Por ende, estos retos que enfrentamos deben alejarse de la indiferencia. La protección del medio ambiente depende del compromiso de todos. No se le puede sacar provecho como bandera política. Los esfuerzos de las comunidades locales dan prueba de ello.