Nunca conocí Caracas. Quizá algún día conozca lo que quede de ella o lo que resurja de los escombros, la sangre y el dolor; una ciudad a la que le costará tiempo curar las heridas del canibalismo que Karina Saiz Borgo cuenta en La hija de la española, la novela que bien pudo llamarse, a lo Celine, Viaje al fin de la noche. ¿Cómo recomendar esta novela que destila tanta amargura y sufrimiento? Desde la primera hasta la última página Saiz narra una historia terrible sobre la condición humana; una ficción que recuerda las series sobre los muertos vivientes o las crónicas del hambre. El apocalipsis. Amor, solidaridad, ternura, compasión... Memorice el lector estas palabras o anótelas por ahí para que al cerrar el libro recuerde que el hombre no es solo la miseria que cuenta esta mujer. “En este país nadie descansa en paz”, dice en alguna parte la protagonista, una mujer de 38 años que acaba de ver morir a su madre y al volver a casa, en un piso alto de un edificio que parece calcado del infierno, descubre que una patrulla de mujeres se la ha tomado. Acobardada, miedosa, Adelaida Falcón, que así se llama, descubre entonces el cadáver de su vecina, lo incinera y poco a poco comienza a trasvestirse en esta otra mujer mientras observa desde el salón de muebles sin tapizar y ventanas sin vidrios el horror que queda de Caracas. No hay allí en ningún hueco una vida normal. Más bien la ciudad ha sido invadida por piratas de tierra firme. La gente apaga las luces cuando los presiente cerca. No respiran, no hablan, no estornudan. Que nadie sepa que allí vive alguien. “Vi salir del portal a un grupo de hombres vestidos con el uniforme de la inteligencia militar. Eran cinco, con armas largas colgadas del hombro. En las manos llevaban un microondas y la torre de un ordenador. Otros arrastraban las maletas”. Un saqueo sigue a otro y a otro más. “La peste” llaman a la fosa común en la que terminan cientos de asesinados. El dinero cada vez tiene más ceros y la antigua moneda ahora sólo sirve como leña para encender fogatas. Una toalla higiénica se consigue tres veces más cara, el papel higiénico no existe y para limpiarse hay que recurrir al de los libros. El hambre cunde. Y el individualismo. La próxima cena podrían ser las tripas propias. Todos están al acecho de lo que pueda arrebatarle al otro. Es el sálvense quien pueda. “Ya no hay fondo. Nunca vamos a conocer el límite de esta desgracia”. El país se ha suicidado. “Nadie vive allí desde que todo se fue a la mierda”. Ni siquiera a los muertos los dejan tranquilos. “Robaron el florero y ocho letras del epitafio. Quedó el paz como una deuda que nadie pagará” Esta novela es ficción tan solo porque cuesta creer que todo lo que narra sea verdad. Si lo que cuenta no fuera real, nadie creería algo tan inverosímil. Uno de los países más ricos del mundo convertido en escenario de Mad Max. El libro no cuenta cómo llegó a ser así. Pero lo sabemos: un hombre adorado por su pueblo, un mesías que vino a rescatarlos, poco a poco se fue aprovechando de “las mayorías” para cambiar a su antojo la Constitución, para abolir las cortes, para acabar con las instituciones. El populismo moderno comienza fogoso y termina como lo que hoy es Venezuela. No fue el socialismo el que la destruyó. Fue la egolatría de un hombre. Su narcisismo. Hitler también se mantuvo en el poder gracias a “las mayorías”. Y Fujimori. El Estado de opinión ocurre cuando a un hombre el pueblo le da más poder del que le otorga el Estado. La democracia soy yo. Anulado el Estado de Derecho lo que queda de Venezuela es solo eso: el Estado de opinión. Que cada quien entre, saquee y se lleve lo que quiera. @sanchezbaute