Colombia, 1989. El país afrontaba una embestida perturbadora. Ese año, se ejecutó una cobarde cadena de atentados, que pretendía socavar las bases de la institucionalidad. Era la declaratoria de guerra del narcoterrorismo; una confrontación promovida con fines, sin duda, abyectos, y aupada por una mafia alevosa. Luego de un decurso teñido de sangre, la firmeza colectiva condujo a que aquellos carteles de la droga fueran desvertebrados.
Colombia, décadas recientes. Hace ya varios lustros, estamos inmersos en otra guerra; en todo caso, igual de compleja para la institucionalidad que la maquinada por la sanguinaria camorra criolla. La han urdido cleptócratas para enriquecerse a punta del robo de lo público o propinando asaltos a lo privado. La explicación de por qué la corrupción pareciera campear tendría respuesta en tres refranes populares, que evidencian el ‘estado del arte’ y la necesidad de realizar ajustes al sistema legal para desmantelar estos nuevos carteles.
“El crimen ‘sí’ paga”: las estadísticas indican que en los últimos años se han disparado las tasas de los delitos asociados a la corrupción. El país se ubica en el incómodo puesto 96 entre 180 Estados evaluados en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Por ello, como una de las misiones más trascendentales del derecho penal es servir de instrumento de contención frente al ilícito, en este asunto bien cabe una revisión del marco normativo para superar tal estatus, y por qué, a su vez, pareciera, desafortunadamente, que a los delincuentes amigos del latrocinio poca disuasión les generan solo altas penas de prisión; mismas que a la postre pueden terminar reducidas enormemente por la aplicación de beneficios concurrentes.
Desde luego, este escenario no supone abandonar el carácter resocializador de las condenas, pero sí reinventar el tipo de castigos que recaen sobre los corruptos, para lo que podría ser eficientísimo el fortalecimiento de las sanciones contra los bienes adquiridos irregularmente, y, por qué no, llegando incluso a afectar la universalidad de sus patrimonios. La lamentable cifra del real porcentaje de recuperación del dinero de los inversionistas de Interbolsa, un poco más de la mitad, apenas el 65 por ciento de esos recursos, es prueba fehaciente de que el delito escapa a la justicia y que se requiere mayor contundencia.
Esa necesidad queda ratificada en la queja de los damnificados de ese escándalo cuando manifiestan que Rodrigo Jaramillo, principal directivo de esa firma, aportó muy poco de sus propios recursos de manera voluntaria para una debida reparación económica. “Tras de ladrón, bufón”: el conocido caso de los Nule dista de suponer que se logró la eficacia preventiva penal. Al confeso Guido NM se le impuso una condena a 19 años, de los que, por la redención de la pena, tan solo pagó siete efectivos de prisión. La primera parte de esa sanción se ejecutó en condiciones suntuosas, en una hospitalaria celda en La Picota. Luego, argumentando quebrantos de salud, el resto de su pena fue cómodamente purgada bajo el beneficio de casa por cárcel, y, posteriormente, vino el beneficio de libertad condicional. Algo similar pasó con otro vástago de la organización, Miguel NV; sobre él recayeron, coincidencialmente, las convenientes desmejoras de salud, lo que lo condujo, igualmente, a paliar bucólicamente su obesidad obispal en la cercanía del mar.
“Vaca ladrona no olvida el portillo”: el falso mensaje de que ‘aquí no pasa nada’ es un factor que potencializa entramados de corrupción. Este refrán tiene concreción en la reincidencia delincuencial. En tan solo el delito de hurto callejero, uno de los de mayor impacto, se registra que, de los más de 240.000 delincuentes arrestados en el último año, 90.000 ya habían sido apresados entre dos y nueve veces, y cerca de un centenar lo había sido entre 40 y 70 veces.
Evidentemente, la ausencia de castigo está perpetuando esas conductas, cuando no, ingenuamente, auspiciándolas. Desde esa perspectiva, la población en general, que poco le interesa el tecnicismo legal, es espectadora de un régimen que califica como condescendiente con los delincuentes. El sistema legal debe concentrarse más en cómo proteger a la sociedad, a no ser que se piense que el remedio para evitar la reincidencia, por ejemplo la callejera, sea que las personas de bien se resguarden lo más posible en sus casas, mientras que el hampa más contumaz, con culpas pasadas o presentes, pero en todo caso regularmente purgadas o nunca expiadas, se siga tomando las ciudades para robar o para desplazarse orondamente por ellas, como, por cierto, ya lo hacen los Nule. Y ni modo de cambiarse de acera, porque por la otra posiblemente vendrá Rodrigo Jaramillo o un remozado Carlos Palacino, todos ellos sonriendo, pensando que ‘ganaron’ esta guerra.
*Por Hernando Herrera Mercado, director de la Corporación Excelencia en la Justicia.