Si cae Donald Trump, será como cayó el famoso gánster Al Capone en los años veinte del siglo pasado: por evasión de impuestos. No caerá por haber sido el peor presidente de los Estados Unidos en su historia, jactándose de haber sido el mejor. El más dañino, el que más ha dividido y fomentado la extrema polarización en su nación y en el mundo, el que con mayor torpeza ha tratado una crisis (en su caso, la pandemia del coronavirus). O sus relaciones con China, o Rusia, o Corea del Norte, o sus aliados occidentales de la Otan.

Si cae, caerá por la mezquindad de su codicia. La misma que lo llevó a la presidencia. Electoralmente es muy difícil que sea derrotado el próximo 3 de noviembre. Por el muy enredado proceso de las elecciones norteamericanas, en las que el ganador en votos no es necesariamente el vencedor: como se vio en las de hace cuatro años, cuando Donald Trump obtuvo 3 millones de votos populares menos que Hillary Clinton, pero ganó la presidencia en el Colegio Electoral, o en las de George W. Bush contra Albert Gore hace 20, que ganó Bush ante la Corte Suprema tras haberlas perdido en las urnas.

Pero sobre todo, porque la mitad de los estadounidenses lo adora, y porque –y es en buena parte por esa razón que lo adora esa mitad– ha anunciado que no va a aceptar una posible derrota, y no piensa entregar el poder si pierde las elecciones. Lo cual lo muestra como un macho macho verdadero, y llena de entusiasmo testosterónico a sus partidarios.

Y también porque su rival demócrata, Joe Biden, es un muy mediocre contendor: sin gracia, sin carisma, demasiado viejo, más viejo aún que Trump; y como no se pinta el pelo de amarillo ni se maquilla la cara de anaranjado parece un ancianito de banco de parque, transparente. Si alguien vota por el desteñido Biden, no es por él: es contra Trump. Pero para contrarrestar eso Trump ha llamado a sus partidarios a “vigilar” las elecciones. Es de temer que ese día vaya a haber violencia en los lugares de votación, como en una “banana republic”.

Por la razón o por la fuerza, Trump va a ganar. Espero equivocarme. Porque es una catástrofe. No solo para los Estados Unidos, sino también, dado el enorme peso específico de ese país, para el mundo entero. En todos los aspectos: derechos humanos o calentamiento del planeta, paz (o más probablemente guerras) y relaciones internacionales, y, para empezar, tratamiento de la pandemia del coronavirus que actualmente arrasa el mundo. Y, como consecuencia, incapacidad para enfrentar sus tremendos efectos económicos.

Todo eso se vio confirmado en el debate presidencial, es decir, en el cruce de insultos, que opuso al presidente reinante, Donald Trump, al candidato presidencial por el Partido Demócrata, Joe Biden, el martes pasado. Ante las incesantes y groseras interrupciones de Trump, Biden trataba de guardar las formas, blanda, pero infructuosamente. Nadie puede ganar una discusión con frases contra alguien que no argumenta, sino que pega navajazos.

Nadie puede ganarle a uno que no respeta las normas, sino que se roba el balón de la disputa, y anuncia que se va a robar las elecciones si no las gana, y detrás tiene el aparato del Gobierno y un partido, el viejo Partido Republicano conservador que lo apoya incondicionalmente, con razón o sin ella. Y a un presidente en ejercicio que anima a intervenir, llegado el caso, a unos grupos violentos de la ultraderecha blanca racista, los supremacistas blancos, entre los cuales hay una organización llamada los “Proud Boys”, los “Muchachos Orgullosos” de ser blancos y norteamericanos: misóginos, islamófobos, antiinmigrantes, que practican la violencia callejera contra negros y pardos, y visten camisas negras y doradas. Trump, en su debate con Biden, les dijo simplemente: “Prepárense y esperen”.

Madeleine Albright, la ex secretaria de Estado del presidente Bill Clinton, publicó hace dos años un libro titulado Fascismo: una advertencia (Paidós, Planeta). Cuenta cómo fue en los años veinte el ascenso del fascismo italiano de Benito Mussolini, con sus escuadras de violencia callejera de las “camisas negras”, y lo que ella vivió en su infancia de judía checa bajo el crecimiento en los treinta de las “camisas pardas” del nazismo alemán de Adolf Hitler. Y advierte, después de haber hablado de personajes de varios continentes como Nicolás Maduro en Venezuela, Viktor Orbán en Hungría, Vladímir Putin en Rusia, Duterte en las Filipinas, Kim Jong-un en Corea del Norte, Daniel Ortega en Nicaragua, Paul Kagame en Ruanda, Ilham Aliev en Azerbaiyán, que el más peligroso de todos los neofascistas, por ser el más poderoso, es Donald Trump.

Que tal vez va a ser reelegido presidente de los Estados Unidos.