El botones del hotel llevaba las dos maletas. La de ella y la de su jefe. Estaban en un viaje de trabajo. Se subieron al ascensor y muy rápido llegaron al piso donde estaban las habitaciones. Allí pasarían la noche, él en la 805 y ella en la 824. Cuando el hombre descargaba la maleta del jefe, se escuchó una voz de mando que le dijo a su subalterna: “La necesito un minuto, por favor”. Nada que hacer. Se quedó sola. Su maleta siguió el camino. Ella entró con el jefe confiada. La puerta se cerró. El jefe se sentó y se recostó en la cabecera de la cama, con las piernas abiertas. Aunque tenía ropa, se notaba claramente el asunto. Ella seguía de pie, frente a la cama. El jefe empezó a decirle estupideces, la verdad de por qué estaban solos. “No, jefe, cómo se le ocurre”. Él insistió. Se paró. Empezó a tocarle las manos. “Tienes manos de pianista”. La subalterna lo miraba asustada, pero tratando de disimular. Él la miraba como un depravado y respiraba fuerte. Ella dio tres pasos hacia atrás y se chocó con la puerta de salida. Él saltó. En segundos la aseguró para besarla a la fuerza. La subalterna alcanzó la manilla de la puerta. Mientras volteaba la cara, el jefe la tomó con más fuerza. La subalterna se desplomó. Empezó a llorar sin control, mientras apretaba los ojos y los labios. Como si no quisiera ver su propia desgracia. Se entregó a su maldita suerte. Algo ocurrió, el jefe la miró, literalmente se compadeció de su víctima. La dejó salir. No la besó. Ella salió corriendo por el pasillo diluviando en llanto. Nunca hablaron de lo que pasó. Nunca lo denunció. Ella siguió viéndolo durante años. Él siguió siendo su jefe.
Esta es una escena de la vida real. Le ocurrió a una de las mujeres más relevantes y conocidas en Colombia. Todavía lo cuenta y se le enfrían las manos. Quizás ver su historia escrita aquí le dé el valor que necesita para gritar el nombre del jefe. Se sorprenderían, se asquearían y se caería uno de los estandartes morales de este triste país. Aunque la justicia no le creería y probablemente terminaría demandada por su victimario. Sé que muchas mujeres son violentadas sexualmente por un familiar, su pareja, un amigo, un compañero y hasta un desconocido. Pero no olvidemos a los jefes. No sé qué ocurriría en Colombia con algunos de los más poderosos de esos hombres jefes, si hablaran los estudios de televisión y cine, las redacciones, las cabinas de radio, las rotativas o los despachos gubernamentales, políticos, empresariales y artísticos. Aquí denunciar es el verdadero delito. El acoso y el abuso sexual se han normalizado tanto que siempre se escucharán frases como: “ella es una provocadora”, “ella es una buscona”, “pobre hombre, la carne es débil”, “trepadora”, “mentirosa”. Las mujeres pueden llegar a ser las más crueles e intolerantes con las víctimas, mientras los abusadores, impunes, predican desde un púlpito moral que no existe. Debajo de su apariencia guardan las historias de dolor de las subalternas a las que violentaron. Tienen colección.
Sí, hay mujeres capaces de sacar provecho del jefe perro y abusador. Otras, temerosas, aceptan acostarse con un jefe despreciable por no perder su trabajo. A ellas no las condeno. Algunas mienten por venganza o hacen falsas denuncias. Pero son muchas, miles más, las que guardan silenciosamente en su corazón el repugnante momento en el que el jefe les puso las manos encima, las besó a la fuerza o las violó. ¡Miserable! Si el jefe acosador o abusador comprendiera el desprecio que produce en su subalterna cuando la somete o la intenta someter desde su poder. Si comprendiera que quizás él sería el último hombre en el que ella se fijaría. El acoso y el abuso sexual son delitos castigados hasta con 20 años de cárcel. La ley colombiana ha sido hipócrita porque en realidad las garantías son para el victimario y no para las víctimas. Solo en 2019 la Fiscalía conoció más de 50.000 noticias criminales por delitos sexuales. Los investigadores saben que la gran mayoría de casos no se denuncian por miedo. Aquí tenemos una cultura sexual depredadora en la que impera la ley del silencio. La mujer que denuncia, generalmente, es desmentida, revictimizada, estigmatizada y perseguida. Su testimonio no vale nada. No ocurre lo mismo en Estados Unidos o Europa, donde con el relato de las víctimas lograron la condena a 23 años de cárcel del poderoso exproductor de cine de Hollywood Harvey Weinstein. También fue ejemplarizante el caso del médico de las gimnastas olímpicas, Larry Nassar, a quien una jueza condenó a pagar hasta a 175 años de prisión diciéndole “es mi honor y privilegio sentenciarlo porque no merece caminar fuera de una prisión jamás”. Las víctimas fueron elevadas a valientes sobrevivientes.
El Me Too pasó por este país sin pena ni gloria. Todavía se puede. Hoy quiero pedirle que si usted ha sido víctima de su jefe me escriba a este correo (DenuncioAMiJefe@gmail.com), espero su denuncia. Libérese. El culpable es ese jefe, no usted. Él no merece que su nombre siga limpio. Absoluta reserva. Yo me comunicaré con usted en privado. Nota: Una vergüenza que siete militares se hayan ensañado sexualmente contra una niña embera. ¡Peor que animales!