Como académica, me he esforzado mucho por atender y aceptar argumentos que se construyen desde experiencias de vida y saberes distintos. Le apuesto a que me enseñen y cambien mi opinión los que tienen argumentos distintos y hasta opuestos a los míos. Tal vez con ingenuidad extrema he preferido escuchar que aislarme o silenciar a los otros. Sin embargo, puede ser precisamente esa ingenuidad la que me ha permitido aprender que escuchar es un privilegio y que los reclamos por la corrección política de nuestras conversaciones se construyen sobre largas batallas que no deberían desconocerse como moralismos vacíos o facilistas.
Recuerdo, por ejemplo, cuando empezamos la campaña “No es Normal” en la Universidad de los Andes, poniendo en los salones y corredores avisos con las viñetas y casos que los estudiantes habían compartido con nosotros. Se trataba de viñetas y casos de violencia de género que los estudiantes soportaban, pero reconocían, y los profesores naturalizaban. De repente, empezaron a aparecer unos avisos muy parecidos y en lugares similares que tenían historias opuestas: las historias de las exclusiones y pérdidas experimentadas por un grupo de estudiantes hombres en relación con estos cuestionamientos. Los avisos acusaban a las feministas de la Universidad, y a las feministas en general, de odiar a los hombres y robarles sus oportunidades.
La reacción de la asistente que trabajaba conmigo apoyando la campaña fue investigar quién era el grupo detrás de la campaña e informarme para que yo me quejara de sus mensajes y se sancionara al estudiante. Por el contrario, sugerí que lo invitáramos a un debate abierto. Eso sí, pedí que se revisara si había tramitado permisos, como lo habíamos hecho nosotros, para usar las paredes del edificio para circular sus mensajes. Al descubrir que no había permisos, se le pidió retirar sus avisos. El estudiante declinó participar en debate alguno.
¿Estaba yo desconociendo los valientes esfuerzos de las feministas por denunciar los sesgos y prejuicios que inundan nuestras instituciones educativas al permitir que alguien intentara equiparar el dolor de perder el privilegio con el dolor de no haberlo tenido nunca? ¿Debería haber insistido que ese mensaje era erróneo y que no debería expresarse como se estaba expresando para hacerle honor a ese legado?
Aunque todos estos argumentos me parecen válidos y eventualmente podría apoyarlos, mi cálculo en ese momento tuvo en consideración tres elementos. En primer lugar, la campaña “NO es Normal”, aunque era liderada y ejecutada por estudiantes, era apoyada por mí y contaba con recursos de la decanatura de la Facultad de Derecho. Yo tenía un contrato laboral con bastantes protecciones, tenía el respaldo de las directivas para este tipo de iniciativas, y ocupaba varios cargos directivos en la Facultad de Derecho.
En segundo lugar, la intervención de los estudiantes no implicó silenciar nuestra campaña directamente, sino cuestionarla a través de contraejemplos. Habría sido muy distinto si esos estudiantes hubieran destrozado nuestros avisos, enviado amenazas a las estudiantes involucradas, destruido propiedad de la Facultad de Derecho o ejercido violencia sobre las personas que defendían la campaña. Estaban contestando a nuestra campaña con otra campaña. Estaban empezando un diálogo.
En tercer lugar, estos argumentos no eran nuevos para mí y sabía que eran parte del contexto en el que se ubica la lucha feminista. Prohibirlos o excluirlos sin persuadir a quienes los sostienen me parece un ejercicio fútil, del que lamentablemente está llena la historia. Esto ocurría cuando yo ya llevaba unos doce años de estudio de las teorías feministas y había confirmado que, a pesar de la enorme literatura que respalda los reclamos de las mujeres, el negacionismo sigue siendo la regla.
No creo que reconocer la validez del debate equivalga a desconocer el trabajo, la inteligencia o el valor de las personas que han avanzado en el camino de construir explicaciones que nos conducen hacia sociedades más justas. Tampoco creo que todos y todas estemos en posición de aceptar debates o de enseñar a audiencias reactivas e ignorantes. Y definitivamente hay debates que son difíciles de aceptar por la falta de evidencia para respaldar algunas posturas y la demostrada crueldad que ha acompañado a otras.
Usar las vías judiciales para “resolver” la cuestión de quién tiene la razón y reparar el daño de la ofensa tampoco parece ser siempre la mejor opción. La experiencia nos muestra que el poder de la justicia para individualizar y apaciguar es enorme, mientras su capacidad para producir verdad y compensaciones adecuadas es muy limitada. Como parte de una estrategia política, y con miras a cambiar las normas que ocultan o naturalizan ciertas posturas, puede ser valioso y debe intentarse. Como decía un grafiti que leí en un muro de Lisboa hace poco citando a Bansky: “Si estás cansado, aprende a descansar y no a darte por vencido”. Me recordó que importa el largo plazo y que el largo plazo es agotador. Exige que aprendamos habilidades especiales y acumulemos energías y recursos institucionales para enfrentarlo.
No era profesora hace diez años porque mi familia fuera dueña de una Universidad, una empresa multinacional o de una fortuna. Tampoco había pensado en trabajar el tema de género la noche anterior. Aunque a estas alturas reconozco más rápidamente el fracaso y acepto menos la frustración, me ha servido pensar que saber descansar es mejor que aprender a renunciar.