El leviatán es una bestia marina mitológica de inmenso poder a la que refiere el libro de Job. En el siglo XVII, Thomas Hobbes lo hizo sinónimo del Estado, la organización política que debería monopolizar la violencia, requisito indispensable para que la paz social sea posible. Es lo que todos los Estados procuran, aunque hay Estados fallidos.

Colombia ha estado en el borde de esa ignominiosa situación, y hacia ella de nuevo avanza, salvo que ocurra una rectificación profunda. No podemos continuar cayendo en el foso de la anarquía y la “democratización” de la violencia, como le sucede a Haití y le está pasando a México que, al igual que Colombia, trata a los violentos con guantes de seda. “Abrazos y no balazos” y “paz total” son políticas que obedecen a designios semejantes.

El conflicto es un componente esencial de la condición humana. Como somos libres por naturaleza, y perseguimos fines distintos en la vida, es comprensible que existan diferencias entre personas y grupos sociales. El reconocimiento temprano de esta condición se encuentra en el libro del Génesis. Adán y Eva –o sea, la humanidad toda– vivían en paz en el Paraíso terrenal, pero no eran felices. Pesaba sobre ellos una prohibición divina: no podían comer el fruto de un determinado árbol, justamente aquel que les permitiría acceder al conocimiento. Al desobedecerla se hicieron libres y, por lo tanto, humanos.

El relato marxista, por el contrario, postula la armonía final en la sociedad sin clases. La legislación que soporta la paz total se inspira en esa utopía. La paz será total porque la acción benevolente del “Gobierno del pueblo”, que se debe concretar en acuerdos de paz, o en el sometimiento a la justicia de algunos tenebrosos carteles, permitiría que se reconcilien las diferencias de los colombianos entre sí y con el Estado. Entonces cesará no solo la violencia, sino también el conflicto.

Al margen de que las utopías, por definición, son imposibles, se han cometido errores de diseño y estrategia.

Cierto es que a mediados de los años sesenta del siglo pasado, como consecuencia de conflictos de tierras, y en el contexto de la Guerra Fría y la Revolución cubana, tuvimos conflictos armados de carácter político. Sin embargo, ese anhelo revolucionario, que dio lugar a acuerdos de paz como el celebrado con el M-19, de modo gradual se convirtió en una mera cobertura de negocios de drogas y, en la actualidad, de un vasto portafolio criminal.

La administración Santos aceptó, para dotar de legitimidad a sus negociaciones con las Farc, la tesis de que entre ellas y el resto de la sociedad existía “una guerra de más de cincuenta años”. La bajísima popularidad de ese grupo armado demostraba que el punto de partida era falso. Luego, cuando en virtud del acuerdo de paz, el partido fariano se midió en las urnas con paupérrimos resultados, su insignificancia política fue confirmada.

Para que exista una guerra civil, el desafío contra el orden imperante debe tener un grado significativo de respaldo ciudadano. Conviene decirlo, no para proponer que se desconozca el acuerdo con las Farc, sino para que se le tenga como el último en un dilatado ciclo de negociaciones iniciado en la administración Betancur en 1982. En la actualidad, todos los grupos armados ilegales, sin excepción alguna, son delincuentes comunes y como tales deben ser tratados.

Desde el punto estratégico, la negociación adelantada bajo el liderazgo de Santos fue, en general, acertada. Antes de abrir negociaciones formales y públicas, hubo conversaciones secretas que permitieron pulsar la voluntad de paz de los subversivos, y suscribir un documento general que definió los linderos de la negociación; entre ellos, dos elementos indispensables: la reinserción a la vida civil y el abandono de las armas. No hubo concesiones unilaterales y, mucho menos, cese de acciones ofensivas hasta cuando el proceso entró en una fase irreversible mediante la concentración y desmovilización de tropas.

Como consecuencia de su ideologismo extremo, ingenuidad y desconocimiento de lo que otros gobiernos hicieron, Petro pretende inventar la rueda… Con precipitud, abrieron negociaciones simultáneas con múltiples actores, sin análisis estratégicos e ignorando que tienen la mitad del tiempo que tuvo Santos. Los resultados están a la vista. Nunca tuvieron nada que ofrecer al Clan del Golfo, los dos grupos disidentes de las antiguas Farc carecen de móviles políticos creíbles y han violado todas las obligaciones derivadas de unas treguas prematuras e inverificables.

Los elenos, cuya unidad de mando siempre fue frágil, ahora se ha fracturado; siguen en sus actividades ilegales de costumbre –incluido el secuestro–, y no están dispuestos a asumir responsabilidades sobre su reintegración, inermes, a la vida civil. Si acaso se pactaren con ellos reformas sociales, estas tendrían que pasar por el Congreso. No parece ya haber tiempo y respaldo político suficiente.

Como corolario de lo anterior, y sin presión de la fuerza pública, la inseguridad en las áreas rurales ha crecido de modo exponencial. Petro parece haberse dado cuenta de la situación. Sus mensajes recientes han estado encaminados a exigir acciones militares contundentes, no a reclamar avances en las negociaciones que, por cierto, están paralizadas.

Fracasada la paz total, la estrategia tiene que ser de recuperación del orden público. Cada grupo armado debe ser enfrentado de manera diferente. Se precisa combinar operaciones militares en campo abierto con actividades policiales encubiertas con ayuda de la Fiscalía. Así mismo, son indispensables servicios de inteligencia de primer orden y un liderazgo renovado en el Ministerio de Defensa.

En 1964, Tirofijo soñó unas “repúblicas independientes” de origen campesino, entre las que cabe mencionar las de Sumapaz, Río Chiquito y Planadas; desmanteladas por el Gobierno, fueron el origen de las Farc. Ese sueño se ha convertido en pesadilla. Muchos territorios autónomos se han consolidado, los gobiernan delincuentes y los campesinos son sus víctimas. Petro, como buen revolucionario, nos prometió un nuevo Estado. Lo que está logrando es la repartición de la soberanía nacional entre grupos delincuenciales. “Sorpresas te da la vida”, como dice una canción.

Briznas poéticas. De Juan Manuel Roca, poeta nuestro magnífico: “Es más sencillo dominar el lenguaje, / esgrimir un lápiz como un bastón para tantearlo / y que no vuele en pedazos el poema, / que ver los desmembrados del mundo, / el cortejo de los mutilados / por los comerciantes de la guerra”.