Un año después de la firma del acuerdo entre el gobierno y las Farc en el teatro Colón, todo es gris. Lo malo y lo feo opacan lo bueno. Si se realizara un nuevo plebiscito, el No ganaría abrumadoramente. Es tan tóxico el asunto que los congresistas, expertos en palpar el clima de su electorado en las regiones, le huyen a la votación de los proyectos para implementar lo acordado en La Habana. En el gobierno el culpable tiene rostro y nombre propio. Sin la oposición feroz y permanente del senador y ex presidente Álvaro Uribe, alegan los defensores más santistas, los colombianos estaríamos de fiesta con la llegada de la paz. Es pensar con el deseo. Es mirar la viga en el ojo ajeno. La génesis de la crisis actual nace del pecado original: el presidente Juan Manuel Santos nunca logró convencer a la inmensa mayoría de los colombianos del por qué ni el para qué de negociar con las Farc. Asumió que los beneficios de hacer la paz con las guerrillas eran evidentes para todos los colombianos, ya que llegar a acuerdos había sido el objetivo de sus antecesores. Asumió que la sociedad aceptaría el reintegro de los ex combatientes y la participación política de sus comandantes con el mismo rasero del M-19 y el EPL. Asumió que habría consenso sobre una justicia benevolente a cambio de la rendición y la verdad. Asumió que la opinión pública, que fue permisiva con el proceso de los paramilitares (las mayores críticas fueron principalmente de la izquierda, algunos medios y ONGs), sería igual de comprensiva con las Farc. Subestimó el odio acumulado de medio siglo de los colombianos por la guerrilla. Subestimó el impacto que tuvieron las muertes de “Mono Jojoy” y “Alfonso Cano” sobre la percepción de los colombianos del conflicto: que las Farc ya no eran relevantes sino un estorbo nada más. Había que explicar y explicar, y justificar y justificar la decisión de este cambio de rumbo, especialmente a los nueve millones de personas que votaron por quien dijo Uribe en 2010. Que ellas entendieran que la negociación era el paso lógico. Que era la opción más expedita, menos dispendiosa y humanitaria que seguir por el mismo camino. Que si bien la amenaza existencial de las Farc había desaparecido, gracias a la cadena de victorias de nuestra fuerza pública en el campo de batalla, la culebra seguía viva, parafraseando el discurso predilecto de Uribe. Que para extirparla en los lugares más recónditos requería un esfuerzo descomunal en recursos y vidas, de varios años. Que no era posible acabar con una guerrilla mientras disfrutaba del apoyo logístico y financiero de un gobierno como el de Venezuela y el respaldo político de otros cuantos, como quedó claro en blanco y negro cuando el gobierno de Uribe en julio 2010 demostró la existencia de numerosos campamentos guerrilleros en el vecino país. Que al conversar con las Farc se podrían alcanzar los objetivos de la seguridad democrática: la desmovilización de miles de hombres, la inutilización de miles de armas y explosivos, y la localización y la destrucción de las minas quiebrapatas regadas por todo el territorio. Que el potencial económico y agrícola de la mal llamada otra Colombia, sólo sería realidad si esas regiones dejaran de ser zonas manejadas por la criminalidad y que un primer paso fundamental era desmantelar al mayor de todos: las Farc. Que el costo de la desaparición de esa amenaza terrorista -participación en las elecciones, justicia transicional a cambio de la rendición, la entrega de armas y el compromiso con la verdad, ayuda económica a los ex combatientes- era menor que la guerra indefinida y la incertidumbre de la violencia. Que hoy la mayoría de los ciudadanos no lo consideren así es un fracaso. En Twitter Fonzi65