Los resultados de las elecciones regionales traen múltiples enseñanzas. La primera es que la diferencia entre el voto urbano y el rural se sigue acentuando. Los electores en las grandes ciudades son cada día más independientes, menos marcados por las banderas partidistas. Esto que se ocurría principalmente en Bogotá, se ha ido ampliando a otras ciudades como Medellín o Cartagena. En las zonas rurales en cambio, el peso de los partidos y las maquinarias ha logrado subsistir y mantiene su capacidad de alinderar lealtades y votantes. Ese voto tiende a ser más clientelar y refleja la dependencia de la ciudadanía frente al poder público. La segunda enseñanza es que los partidos no son ya los órganos que alimentan, promueven y lideran los debates en la Colombia urbana. Por ello, movilizan menos, no crean militancias y no marcan la pauta al momento de elegir a los gobernantes locales. Esa erosión del liderazgo de los partidos tiene dos caras. Por un lado, el surgimiento de candidatos promovidos por firmas y movimientos ciudadanos. Son personas que no se sienten cómodas en las estructuras y que se la juegan por la independencia para no cargar el lastre de los partidos tradicionales. Esto, por renovador que pueda parecer, consolida los personalismos y deteriora las estructuras democráticas. Por el otro, la multiplicación de los avales de múltiples partidos a un mismo candidato. Los partidos, sin capacidad de atraer y fomentar nuevos liderazgos, caen sobre los candidatos viables, animados exclusivamente por su interés de mantenerse en el poder. Poco importa que eso implique alianzas contra natura o abandonar posiciones o temas aparentemente esenciales. Renuncian así a la función más básica de un partido, presentar y defender visiones de sociedad propios. Los partidos están hoy más influenciados por las encuestas y el síndrome del voto útil al momento de inscribir candidatos que el ciudadano al momento de elegir. La tercera enseñanza es que la polarización –para muchos la esencia de la política—no siempre paga. Los buenos resultados de los candidatos de centro, moderados y alejados de las posiciones extremas de izquierda o derecha son tanto más destacables en los tiempos de los mil fake news por minuto, de los contenidos incendiarios en las redes y del populismo de la política del “nosotros” contra “ellos. Es cierto que en las elecciones locales los debates son menos ideologizados y más centrados en las soluciones concretas a problemas concretos. Eso puede haber ayudado a que las posiciones que pretendían traer a lo local las disputas nacionales hayan fracasado en su intento. Pero aún teniendo en cuenta esa diferencia, la verdad es que ver victoriosos a quienes se rehúsan a hacer de la caricatura, el insulto y el maniqueísmo la base de la argumentación en política, es refrescante. Habrá que ver si en poco más de un año cuando empiecen a calentarse los motores de la campaña presidencial, la polarización vuelve a retomar su preeminencia o si lo que vivimos en estas elecciones marca un esperanzador inicio del regreso a la civilidad en las campañas electorales. Mención aparte merece la elección de Claudia López en la Alcaldía de Bogotá. Por su historia, por lo que representa, por ser mujer, porque se hizo a pulso, por su visión de ciudad, su triunfo es una enorme bocanada de optimismo y esperanza. Ojalá pueda desarrollar su programa y cumpla su promesa de unir y no dividir a los bogotanos. Pero sin duda la mayor lección y el mensaje que traen los resultados del domingo pasado es que tenemos que encontrar puntos de unión y trabajo colectivo para desarrollar políticas sociales realistas y de real impacto, que devuelvan la esperanza a los jóvenes, que ayuden a cerrar nuestras enormes brechas sociales, que disminuyan la precariedad y la incertidumbre frente al futuro. Ese centro que fue el vencedor de las elecciones locales es el que debe convocarnos para la unidad alrededor de una toma de conciencia real de que las transformaciones y reformas son urgentes. Liderarlas con responsabilidad es la única defensa frente a los incendios sociales como el chileno o las falsas salidas como la venezolana. El presidente Duque, quien se eligió sobre la promesa de la equidad, debería escuchar el mensaje de sus conciudadanos y liderar ese centro capaz de llevar a Colombia por un camino de menor polarización política y sobre todo menor desigualdad social.