La reciente serie de revelaciones sobre el supuesto involucramiento del ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, en el escándalo de corrupción que rodea a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) plantea un delicado dilema ético y político en el país.
A medida que las acusaciones se acumulan, la figura de Bonilla se ha ido desdibujando, pues no solo la economía del país no pasa por su mejor momento, sino porque parece estar cada vez más probado que Bonilla lideró un entramado de corrupción que estaba dispuesto a todo con tal de que las reformas del gobierno fueran a como de lugar aprobadas por el Congreso de la República.
Tras el testimonio de su exasesora, María Alejandra Benavidez, sumado a los de Olmedo López y Sneider Pinilla, cada vez más puede afirmarse que desde el Ministerio de Hacienda se desarrolló un esquema corrupto de billonarias proporciones. No fue un entrampamiento, como lo quiere hacer ver el presidente de la República. Lo que describen los copartícipes confesos de la trama es que el papel del ministro Bonilla fue en calidad de determinador de todos los delitos cometidos.
Los ecos de este escándalo resuenan no solo en los pasillos del gobierno, sino también en la sociedad, que observa con creciente desconfianza como miembros del ejecutivo se ven implicados en actos que atentan contra la transparencia y la ética pública. Las redes sociales se han convertido en un campo de batalla donde la polarización deja claro que muchos ciudadanos no están dispuestos a aceptar más impunidad entre quienes deben salvaguardar el interés general.
El papel de la UNGRD, como entidad encargada de la gestión del riesgo, no puede subestimarse. Su escándalo de corrupción se extiende bajo la sombra de acusaciones graves que van desde el cohecho hasta la manipulación de contratos. Si la corrupción se asocia tan directamente con una entidad dedicada a la protección y el bienestar social, ¿qué confianza puede tener la ciudadanía en el sistema político?
En la lucha contra la corrupción, los ciudadanos tienen derecho a exigir claridad y responsabilidad. El ministro Bonilla juramentó al posesionarse fidelidad a la República, así como honrar y resguardar nuestra Constitución y las leyes. Si Bonilla cumple este juramento, debe renunciar cuanto antes, pues el perjuicio que se le está ocasionando al país es enorme.
La sociedad colombiana ha demostrado ser resiliente, pero también ha mostrado su capacidad de indignarse frente a la corrupción. La historia reciente nos recuerda que es crucial que los funcionarios públicos actúen no solo con la ley, sino también con una ética irrefutable.
Es necesario que la justicia actúe con celeridad. Está en manos de la Corte Suprema de Justicia dar claridad al país sobre este episodio, uno de los más oscuros de la historia de nuestro país. Hasta ahora la Fiscalía ha develado con contundencia las pruebas que tiene sobre el entramado de corrupción que se lideró desde el Ministerio de Hacienda. Lo que está en juego no solo es el futuro de un ministro, sino el de un país que clama por transparencia y por un liderazgo que rechace todo tipo de corrupción. A medida que avanza este escándalo, la pregunta persiste: ¿podremos confiar nuevamente en las instituciones, o este será un capítulo más en la crónica de la desilusión colombiana?
Esperemos que la justicia actúe pronto. Nemo potest ignorare leges (Nadie puede ignorar las leyes).