En la ya vigente carrera hacia la Presidencia no podemos caer en los mismos simplismos y populismos que hoy nos agobian. Tampoco parece factible que, aun con un gran mandato derivado de un previsible movimiento pendular, quien quiera conquiste la Presidencia pueda imponer un cambio radical en el formato del consenso socialdemócrata vigente.

Las inercias de los diversos actores que controlan el establecimiento son poderosas y giran alrededor del gigantismo estatal y presupuestal. El presupuesto ha crecido un 40 % en cuatro años y nuestros indicadores fiscales relativos, sin excepción, se han deteriorado sustantivamente. Este ritmo de gasto es insostenible y se ejecuta sin mayores beneficios en la atención de los grandes problemas nacionales de seguridad, pobreza, desempleo y falta de competitividad. El derrumbe del crecimiento económico refleja en parte la incapacidad del aparato productivo de sostener la presión fiscal de un Estado derrochador, ineficaz e incontrolado.

Y el Estado se quiere y se ha formado así: sin control. El país ahora debe confrontar la realidad de que su Estado es insostenible y que está fuertemente endeudado. Pocos quieren dar el debate, no hay soluciones sencillas y todas las soluciones son dolorosas y exigen compromisos y cordura que hace rato han abandonado el escenario político y no son atractivas para el votante.

Porque si bien es indispensable acordar la reducción, ojalá significativa, de la tasa de renta para las empresas, el problema radica en que hay que a la vez frenar completamente el crecimiento del presupuesto y eliminar gastos enormes para poder atender las obligaciones y compromisos existentes.

Por eso el debate electoral no puede centrarse en promesas. Un proceso exitoso hacia 2026, implica lograr, desde ahora, los consensos políticos y normativos que le permitan al próximo gobierno actuar eficazmente desde el día uno. Y los consensos no se pueden limitar al importante tema fiscal.

Desgraciadamente, el país y sus instituciones deben reconocer la gravedad de los efectos de haber desmontado la erradicación aérea de cultivos ilícitos. Sin que este mecanismo sea la panacea ni una solución estructural al problema del narcotráfico, no resultará posible frenar y reversar el avance de las narcoguerrillas y el crimen organizado en cerca del 40 % de los municipios sin retomarlo. La expansión de cultivos ilícitos por encima de la frontera de las 300.000 hectáreas, alimenta emporios criminales y sustenta la expansión territorial y el desarrollo de otras economías ilícitas.

Cuanto más difícil es este consenso, en la medida en que los procesos de sustitución voluntaria han sido un monumental fracaso en los últimos ocho años de costosa implementación, ¿está dispuesta la Corte Constitucional a dejar de sabotear la erradicación? ¿Puede la institucionalidad caduca, corrupta e ineficaz del Ministerio de Agricultura proveer alternativas creíbles y rentables a las familias cocaleras?

Dentro de los consensos previos, en los que debemos trabajar ahora de cara a la agenda legislativa del segundo semestre, en lugar de alimentar sueños de poder, es indispensable aceptar la necesidad de una reforma estructural de la justicia en sus capacidades para combatir la criminalidad común y organizada. Lograrlo no es solo una precondición para la recuperación económica, sino un anhelo ineludible de la población sin distingo.

Y una reforma como la requerida es costosa y exige un compromiso fiscal y conceptual enorme. El país requiere por lo menos 35.000 cupos carcelarios intramurales nuevos y reformar o reconstruir 35.000 desuetos y acabados. Se debe reformar el régimen laboral de la guardia penitenciaria, habilitar alianzas público privadas de operación y controlar el desborde sindical. Debemos duplicar el número de jueces hasta llegar por lo menos a 22 o 23 jueces por cien mil habitantes para asegurar justicia pronta en nuevas causas y morderle a la abrumadora impunidad en todas las especialidades. En lo penal, un proceso de incorporación del pie de fuerza policial y de investigadores judiciales es urgente para darle verdadera credibilidad a la agenda de seguridad nacional.

Estos son compromisos fiscales prioritarios, al margen de solucionar graves pendientes salariales y previsionales con la fuerza pública y de lograr adicionales consensos con la Corte Constitucional. La seguridad jurídica para toda nuestra fuerza pública, perdida en las falacias y generalizaciones infames de las retóricas del fracasado proceso de paz de La Habana, debe recuperarse no solo mediante un rotundo aval político y electoral, sino que las doctrinas judiciales que destruyeron las presunciones de inocencia de los servidores públicos, y a la vez que magnificaron, para conveniencia de las defensas técnicas, el garantismo para criminales y eliminaron los indispensables y reales agravantes por reincidencia, deben ser urgentemente revisadas.

Si hoy se escandaliza el país por la desprotección del asesinado director de la cárcel La Modelo, debería mirar las dificultades y temores de cientos o miles de jueces expósitos a las bandas criminales en casi todos los circuitos del país.

Finalmente, solo una justicia fortalecida hará efectivo cualquier propósito del nuevo Ejecutivo en la lucha contra la corrupción. Hoy con un gobierno connivente con la corrupción, claro que la misma se desborda. Pero aun con un propósito firme del Ejecutivo, muy poco se logrará si una justicia fuerte y especializada no aumenta los riesgos de castigo penal rotundo a las mafias de la corrupción.

Es la hora de consensos viables y no de populismos fáciles.