Ahora que el expresidente Gaviria viene de proponer una fórmula “extremista” que por igual maltrata a la Justicia como a las víctimas, para que a través de la justicia transicional todos los involucrados en el conflicto -¡sin excepción!-, obtengan un “paz y salvo” judicial, es oportuno volver sobre el significado trascendental de la memoria histórica para que esa paz, de legitimarse así, no lleve urdido en sus entrañas un mandato de olvido forzoso. Porque una cosa es el perdón generalizado y “automático” que generaría tal iniciativa, y otra muy distinta el olvido que por sí sólo puede incubar el germen de la repetición.     ¿Cómo alcanzar la paz sin el pleno reconocimiento del pasado de guerra? ¿Cómo manejar un posconflicto sin hacer memoria de lo que lo condujo a él? ¿De qué manera llegar a la verdad, la justicia y la reparación sin escudriñar en la historia de los últimos 50 años de confrontación armada? Bien lo dijo el filósofo español George Santayana: "Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo". Y para no repetirlo, Colombia está encaminada ahora a través del Centro Nacional de Memoria Histórica a hacer que los muertos trabajen por la paz y que esta guerra, en su final, haga que la memoria de su infierno sea optimista y abra un nuevo camino de esperanza por sobre el inevitable pesimismo. Lo resume con precisión impactante Alfredo Molano Bravo en su columna de 'El Espectador': “La memoria de las víctimas será entonces una activa militancia del tiempo contra el olvido.”   La idea de “memoria histórica”, de reciente presencia en el ámbito social de las naciones, combina conceptos ideológicos con la historiografía, refiriendo un interés de comunidades y grupos de personas por enlazar su presente y su futuro con el pasado.    El informe “¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad” divulgado en el 2013 por el Centro Nacional de Memoria Histórica que dirige Gonzalo Sánchez es, después del  denso y valioso trabajo de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y  Eduardo Umaña Luna reunido en el libro “La violencia en Colombia” (1962), el mayor esfuerzo catártico logrado hasta ahora en nuestro país, si entendemos que sólo expurgando y conservando en la memoria y en el tiempo la barbarie de nuestras luchas fratricidas del siglo pasado y lo que va corrido del presente, podremos llegar a comprender, sin la intromisión de parcialidades ideológicas o partidistas, cómo y por qué, por ejemplo, entre 1948 y 1953 la violencia dejó regados en el campo y las ciudades colombianas más de 300 mil muertos. Habría que decir que las expresiones mayores de esta demencial violencia se han ensañado con particular acento en el campo y las regiones apartadas, lo que ha hecho que al país en su conjunto solo repercutan sus mermados ecos derivados de múltiples noticias de los medios que parecieran no incomodar en demasía a la opinión, o verse tales atrocidades como distantes y transitorias, llevándonos a asumirlas muchas veces como parte natural del devenir de nuestras vidas.   Las cifras conocidas tras estas investigaciones escandalizan. SEMANA reseñó el año pasado datos aterradores del informe. Al tiempo que registraba la responsabilidad de las Fuerzas Armadas y de Policía en “158 masacres con 870 víctimas, 2.340 asesinatos selectivos, 57 actos de sevicia y 182  ataques a bienes privados”, recordaba las plenamente comprobadas 25.000 desapariciones forzadas, y añadía: “son más del doble que las de las dictaduras del Cono Sur. Los desplazados casi doblan la población de Uruguay. A duras penas Afganistán exhibe tantas víctimas de minas antipersona. Con más de 27.000 secuestros, no hay nación que se compare. Más de 23.000 asesinatos selectivos, casi 2.000 masacres -158 de ellas grandes- al menos 5.000 niños reclutados y casi 900 tomas y destrucciones de pueblos”. En las conclusiones de éste y otros estudios se hace énfasis en la guerra civil irregular que vivimos desde hace numerosas décadas, y no en la condena política, sino más bien en la explicación social e histórica de sus intríngulis y de las bien aceitadas “máquinas” de guerra que, sin tregua ni pausa, nos han conducido a vivir en un país sobrecogido por los sobresaltos y en tantas ocasiones al borde de la inviabilidad. Nuestra violencia no es, pues, una simple exposición delincuencial, es una manifestación del orden, o más exactamente, del desorden social y político en el que estamos sumergidos.    En últimas, estas memorias históricas, las del CNMH y otras que han comenzado a andar con paso firme en nuestra patria, y que indefectiblemente nos llevarán a recordar para intentar perdonar y no repetir, no son en todo caso, como alguien aseguraba, un veredicto, ni tampoco una sustitución o ajuste conveniente de la historia. Son, ni más ni menos, una eficaz herramienta para aliviar el presente y diseñar un futuro mejor sobreponiéndonos a los estremecimientos y vicisitudes en que vivimos sumidos los colombianos. A la memoria histórica hay que cultivarla y enseñarla para que no nos vaya a ocurrir lo que al personaje de don Ramón Gómez de la Serna: “Tenía tan mala memoria que se olvidó de que tenía mala memoria y se acordó de todo”. Pero ya era tarde… guribe3@gmail.com