Y ahora resulta que el testigo crucial del caso del grupo de asesinos paramilitares llamado “los Doce Apóstoles” por el que se acusa al ganadero Santiago Uribe no se acuerda de nada. No es el único. Ni el que, por el contrario, se acuerda de más cosas de las que sabía. Los procesos judiciales de este país se han venido llenando de testigos olvidadizos en los últimos años, de testigos memoriosos, de testigos lenguaraces y mudos, de testigos amedrentados, de testigos falsos, de testigos dobles, de testigos comprados. Un especialista en la materia, el hoy preso (pero en tratativas de absolución) ex fiscal anticorrupción Gustavo Moreno, decía en su libro famoso sobre los testigos, ese que le abrió las puertas y los corazones de las más altas instancias de la Justicia colombiana, que en las cárceles de Colombia es posible encontrar testigos de todos los precios, caros o baratos, mentirosos o veraces: los que sean necesarios.También hay testigos muertos. Solo falta que el testigo ahora amnésico de los Doce Apóstoles resulte además muerto, como le sucedió a la abuelita de la esposa involuntariamente narcotraficante de ese mismo ex fiscal anticorrupción.Esta peste de los testigos falsos es una de las varias herencias envenenadas que recibimos de las reformas de la justicia de los tiempos del gobierno de César Gaviria. Aquellas reformas pretendidamente “realistas” que en nombre de la eficacia y por copiar servilmente la justicia norteamericana, tal vez la más corrupta del mundo (“the best justice money can buy”, la mejor justicia que se puede comprar con dinero, como la llama la prensa de los Estados Unidos) desmantelaron la arquitectura del aparato judicial colombiano y lo agusanaron moralmente: pago de delatores, que nos retrotrajo a los métodos siniestros de la Inquisición que en su tiempo pudrieron de arriba abajo la sociedad de la España de los Austrias; jueces sin rostro, inspirados también en ella; regateo de penas, que las reduce o anula para quien pueda pagarlas: con denuncias, o con fichas de casino, o con plomo.El resultado lo estamos viendo hoy, una generación más tarde: nuestra prensa judicial (que es toda la prensa nacional: radial, televisada, escrita, virtual) no publica sino informes de delitos cometidos o de procesos en marcha, o de investigaciones penales ordenadas por los jueces o contra los jueces, o a la vez de las dos cosas. Y de absoluciones y preclusiones. Historias de desfalcos, de peculados, de prevaricatos, de falsedades en documento público, de violaciones sexuales, de fraudes electorales, de asesinatos con alevosía y en despoblado, de crímenes de alta traición. E historias de impunidad de los asesinos o de los violadores o de los desfalcadores o de los traidores. Y de denuncias contra el Estado por todo eso, por las condenas o por las absoluciones, que el Estado siempre pierde. ¿Porque sus propios abogados defensores son ineptos? ¿Porque han sido comprados por la contraparte? ¿Porque los han amenazado de muerte?El expresidente Álvaro Uribe, por ejemplo, sospechoso y universalmente sospechado de violación carnal en estos últimos días, ¿demandará a sus acusadores por calumnia, como lo han demandado a él mismo sus propios acusados de violación, como el periodista Daniel Samper Ospina? ¿O esperará a que pase el ventarrón y todo se olvide, se precluya, se dejen vencer los términos, como aquí pasa y se olvida todo y de todo vencen los términos? Su denunciante, la periodista Claudia Morales, dice, sin atreverse ni siquiera a nombrarlo, que le tiene miedo. ¿También le tendrán miedo los fiscales obligados de oficio a investigarlo? ¿Los jueces llamados a juzgarlo, que dada su condición de aforado son políticos profesionales como él mismo? ¿Veremos, como en el caso de su hermano el ganadero sindicado de paramilitarismo, nuevos casos de amnesia repentina?Hace 25 años escribí en esta misma revista que la figura del delator a sueldo instaurada a instancias del gobierno de César Gaviria acabaría con la justicia, sustituyéndola por la codicia o –en el mejor, en el menos repulsivo de los casos– por la venganza. Que el sapo iba a convertirse en el nuevo animal heráldico que presidiera el escudo de Colombia, por encima de nuestro viejo cóndor carroñero. Ya es cosa hecha.