Todo este ruido que trae la guerra nos hace pensar que el desangre debe parar. Ni las FARC, ni el ELN, ni ningún otro grupo al margen de la ley han alcanzado, ni remotamente, doblegar las instituciones del Estado. Ni este, por supuesto, ha logrado darle fin a la guerrilla aunque le haya propinado fuertes golpes militares. Como ciudadano de a pie, sueño con una Colombia donde quepamos todos: desde los indígenas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta hasta las comunidades del Amazona que aún se aferran a sus tradiciones para sobrevivir, desde los pescadores humildes del Pacífico hasta los altivos llaneros que enlazan sin despeinarse sus reses mientras cabalgan. Sueño, y aquí se vale soñar, con una Colombia donde nos muramos de viejos y no de puñaladas, tiros y porrazos. Donde los ciudadanos -siempre los más humildes, siempre los menores y los ancianos- no tengan que esperar seis meses por una cita médica y en ese ejercicio se les escape la vida. Donde los niños cumplan su papel de niños y no el trabajo de los adultos. Donde el hambre sea solo una palabra en el diccionario y no una realidad que se vive a diario en un país inmensamente desigual, pero colosalmente rico. Donde no haya negros ni blancos, ni mulatos ni indígenas, sino solo seres humanos. Donde esos abismos que separan a los que no tienen nada de los que lo tienen todo sean solo del grosor de un hilo de coser y no del tamaño del océano. Sueño con una Colombia donde no haya secuestros, ni minas antipersona, donde los campesinos puedan caminar por sus parcelas sin el temor de perder una pierna o, en el mayor de los casos, la vida. Donde mi pequeña Laura, que no sabe nada de guerras ni de las razones de la guerra, pueda recorrer algún día este hermoso país donde se conjugan todos los climas, todos los colores y todos los paisajes: desde el más húmedo hasta el más seco, desde el más tropical hasta el más veraniego. Desde el verde más claro hasta el más intenso. Desde el azul tibio de un cielo de verano hasta el verde azuloso y tranquilo del mar profundo. Sueño con un día -cuando la guerra sea solo un recuerdo, cuando las nuevas generaciones sólo sepan de esta a través de los libros de historia- con viajar en auto en compañía de mi hija, recorrer el país de norte a sur y de occidente a oriente. Quiero que ella vea cómo se ve el mar desde el pico más alto de la Gran Sierra de Santa Mart;, que respire profundo el aire frío del Nevado del Ruiz, ese pico que apenas conoce por referencia geográfica en su libro de sociales. Que vea -como las vi yo- las vacas paseándose por la orilla del mar como cualquier turista en un pueblito cercano al Golfo de Urabá donde me llevó de vacaciones una amiga. Que sumerja sus manos en ese delgado hilo de agua helada que le da vida al río Grande de la Magdalena. Que sepa dónde queda el Cabo de la Vela y pueda bañarse en ese otro río que, según García Márquez, Francis Drake, el corsario inglés, cazaba cocodrilos a cañonazos que luego rellenaba de paja para llevárselos como regalos a la reina Isabel. Creo que todavía estamos a tiempo de parar este desastre que no ha beneficiado a nadie, más allá de los comerciantes de armas, los traficantes de drogas y los políticos corruptos. Creo que estamos a tiempo de salvar esas distancias que nos separan, de deponer las diferencias y dialogar como seres civilizados. “Es muy duro abandonar el mundo de los vivos con el alma cargada de sentimientos nunca expresados, y aún más duro saber que los muertos jamás escucharán lo que tanto se pensó de ellos y sólo se dijo junto a la tumba o lejos de esta”, escribió hace unos 20 años el maestro Felipe Santiago Colorado, un legendario profesor de la Universidad de Cartagena. Por eso, creo que no hay nada peor para una sociedad que dejarles a sus descendientes un país destrozado por la irracionalidad de una dirigencia política conservadora y la beligerancia de unos trogloditas armados hasta los dientes. No hay nada peor para un padre que ver morir a su hijo. Y en Colombia, como sabemos, mueren muchos hijos a diario por el cruce de disparos y por esa política bárbara y condenable de los grupos armados ilegales de reclutar niños para la guerra. Creo que es tiempo de que las FARC y ELN dejen atrás su bravuconería y acepten sus errores. En nada contribuye a la paz llamar “retenidos” a los secuestrados. La semántica no cambia para nada la realidad del hecho aunque le dé connotación de paseo campestre. Si las FARC quieren poner de relieve el Protocolo II de Ginebra, deberían reconocer que destetar niños para convertirlos en combatientes no es sólo un delito de lesa humanidad, sino también un atentado contra el Derecho Internacional Humanitario. La paz no se consigue suavizando el significado de las palabras ni enarbolando una retórica de poder ante los medios de comunicación internacionales. Decir quiénes son secuestrados, quiénes “retenidos”, quiénes “prisioneros de guerra” y quiénes víctimas de este conflicto al que han contribuido con creces no tiene ni pies ni cabeza y sólo busca crear más ruidos que certezas de la puerta hacia adentro. Creo que las FARC deberían, ante todo, dirigirse con más claridad a los colombianos y con menos algarabía política a los países acompañantes del proceso, pues la política, si se cumple lo pactado, la van a llevar a cabo hablándole de frente a aquellos que fueron víctimas de sus “retenciones” y sufrieron sus bombazos. Solo así podríamos acercarnos a la reconciliación y evitarles a nuestros hijos otro mar de sangre. Hace 51 años, frente al monumento de Abraham Lincoln en Whashington D. C., Martin Luther King Jr. pronunció su recordado discurso “Tengo un sueño”, donde le recordaba a la elite estadounidense su compromiso con la Constitución y la historia. Sus palabras cobran hoy para los colombianos un profundo significado, pues lo que se está buscando con estos diálogos entre las FARC y el Estado es darles a nuestros descendientes una segunda oportunidad sobre la tierra. “Nos negamos a creer que el Banco de la Justicia haya quebrado”, decía King en aquella oportunidad ante más de 200.000 personas. “Rehusamos creer que no haya suficientes fondos en las bóvedas de la oportunidad de este país. Por eso hemos venido a cobrar este cheque; el cheque que nos colmará de las riquezas de la libertad y de la seguridad de justicia”. El 90 % de los colombianos necesita de ese cheque, un cheque de libertad, seguridad y justicia social que haga menos visibles esas diferencias entre los que lo tienen todo y ese 10 % que no tiene nada. En Twitter: @joarza E-mail: robleszabala@gmail.com *Docente universitario.