El presidente Donald Trump batió su récord de racismo en la concentración del 20 de junio en el BOK Center en Tulsa, Oklahoma, cuando llamó “Kung Flu” al Covid-19. Sus seguidores que no llenaban ni la tercera parte del escenario lo aplaudieron, humillando a millones de norteamericanos asiáticos cuyos padres o abuelos sufrieron la estigmatización y soportaron que su forma de hablar fuera llamada “chinchon chat” por los padres y abuelos de los asistentes a la manifestación de Tulsa. Trump usa la carta de China porque luego de cuatro años de resultados mediocres y un 2020 catastrófico, está urgido de un “Hail Mary”, un tiro largo y desesperado para anotar y evitar la crítica por la ineptitud presidencial, real causa de la horrenda mortandad que sufre Estados Unidos.
Desde las elecciones de 2000 se juega la carta China en las elecciones norteamericanas. Como lo reveló un artículo publicado en Beijing Review en abril de 2004, hay un patrón de conflicto y normalización de las relaciones entre Estados Unidos y China, determinado por la política electoral estadounidense. “Los candidatos tanto Demócrata como Republicano parecen tener un marcado interés en hacer alboroto alrededor de China” y resumía que las relaciones sino norteamericanas se enturbiaban por razones electorales “una vez cada cuatro años y una vez todos los años”. El ciclo anual se da por el posicionamiento de los partidos alrededor de decisiones que interfieren con China como la venta de armas a Taiwán o los derechos humanos. El cuatrienal son las elecciones presidenciales. Hacia el otoño las relaciones se normalizan porque los líderes de ambos países se encuentran en la Asamblea General de la ONU en septiembre y la cumbre de la APEC entre octubre y noviembre.
La forma en que Trump enfrentó el covid-19 es su principal debilidad y su arma. Ante la crisis de credibilidad que toca las puertas de los Estados del cinturón industrial que le dieron la victoria en 2016, lanza una narrativa de odio a China como la que montó en 2016 contra México: un país de violadores y asesinos que le quitan el trabajo a las familias estadounidenses y por eso le construiría un muro, por el que tendría qué pagar.
No la tiene fácil Trump, porque ahora se lo evalúa como gobernante, algo desconocido en 2016 cuando se promocionó como un gran ejecutor; la pandemia de Covid-19 y el caos por el asesinato de George Floyd desnudaron una verdad que no ha logrado enterrar en trinos. Estas semanas el mundo conoció unos Estados Unidos de represión, muerte, enfermedad, segregación racial, insubordinación popular, saqueo, destrucción y paramilitarismo; cosas propias de países que Trump llama cloacas (shithole countries).
Trump fracasó en las principales promesas con las que se hizo elegir en 2016: del muro de 800 kilómetros que pagaría México solo ha construido 70, lejos de los 1.100 kilómetros que construyó Barak Obama, su kriptonita; Obama deportó más migrantes y encarceló más gente, pero Trump convenció a 63 millones de personas de elegirlo porque Obama había sido débil en migración, así como Obama hizo creer a todo el mundo que había protegido a los migrantes. Trump ni hizo el muro, ni México lo pagó, ni sometió a China comercialmente, ni acabó con el Obamacare. Cumplió con la reducción de impuestos y la toma del poder judicial con nominados conservadores y otras que el elector medio no calibra bien, como salir del Acuerdo Climático, pero el balance es mediocre.
Esta vez no es solo basura para echar bajo la alfombra. Con la pandemia entró en crisis un aspecto esencial para el elector: el líder debe dar tranquilidad, pero con su estilo caótico y presumido, Trump fue incapaz de transmitir tres mensajes críticos: que sabía cuál era el problema, cuáles las soluciones y cómo aplicarlas.
A pesar de que la información de la OMS, del gobierno chino, o incluso de sus amigos de Taiwán le advertían el peligro en enero, Trump lo ignoró. El 9 de marzo trinó diciendo que era peor la gripa común que causa “entre 27.000 y 70.000 [muertes] al año. Y nada se cierra, la vida y la economía siguen, …. ¡¡Piensen!!”, cuando el virus ya estaba en 102 países y era inexcusable no tomar medidas para proteger a la población. Un mes después de los 26 muertos por covid-19 el país pasó a 27 mil y llegó a 70 mil el 4 de mayo. Esa fue la consecuencia de confundir el nuevo virus con la vieja gripa.
Con las proyecciones de Trump sobre las muertes que causaría el virus al final del año fue igual, mientras decía que estaba haciendo un trabajo maravilloso, su cálculo de la mortandad era rectificado una y otra vez. El 20 de abril proyectó 60 mil muertes; el 3 de mayo, 70 mil; seis días después, 100 mil; cinco días más tarde, calculó 110 mil, cifra que se alcanzó el 4 de junio. A 23 de junio el conteo va por los 122 mil muertos y falta la mitad del año. Trump entonces hizo su vuelta canela y cuestionó la medición: están contando más muertos de los que hay.
Las soluciones de Trump eran ridículas, como sugerir que inyectarse blanqueador o dirigir “una luz muy potente” a los enfermos eliminaba el virus; con los primeros reportes de envenenados por seguir el consejo presidencial del blanqueador (fue imposible identificar la luz muy potente), Trump salió con que había sido “sarcástico” con los reporteros; el implacable Trevor Noah le respondió que eso es lo que se espera de un líder en una crisis: que bromee.
Desde marzo Trump buscaba a quién responsabilizar del desborde de la pandemia en vez de unir al país sin plantear el dilema de salud o economía. A los cinco días de decir que era peor la gripa, culpó a Europa de “sembrar una gran cantidad de nuevos focos de infección en los Estados Unidos” y de la descoordinación del inventario estratégico para proveer de ventiladores a los hospitales culpó a Ford Motors. Su incapacidad de concentrarse en el problema real no incluyó sus negocios. El 28 de abril se supo que habló con Steve Sisolak, gobernador de Nevada, y le dijo que sería “una gran cosa” que reabriera Las Vegas, “The Strip y todos sus hoteles” sin mencionar el hotel de vidrio dorado de su organización que no queda en el rutilante Las Vegas Boulevard South, sino un poco al norte y un tanto al occidente. Ese día murieron 2.477 personas por covid-19 en Estados Unidos.
Trump vio cómo la comunidad científica no le caminó a la teoría de la creación del virus en laboratorio, ni se armó un bloque mundial contra la OMS y China, que estaba liderando la reactivación económica mientras en las morgues de Estados Unidos se apilaban 2.000 muertos diarios. Cada vez había más voces altisonantes incluyendo republicanos exigiendo unidad. La respuesta de Trump fue victimizarse hasta la osadía de decir que ha sido más maltratado que Abraham Lincoln, “Honest Abe”, un pilar moral americano. El 3 de mayo George W Bush invitó a un acuerdo partidista para enfrentar la crisis y Trump lo atacó diciendo: “Cuando me acusaron, ¿llamó a dejar de lado el partidismo? No mencionó en ningún lado el mayor montaje en la historia de los Estados Unidos”.
En cambio, agitó sus huestes a que desacataran el aislamiento decretado por los gobernadores y les recordó para qué existía la segunda enmienda, la que justifica el arsenal de rifles de asalto en los hogares americanos. El 30 de abril hombres blancos armados se tomaron el congreso estatal en Michigan para exigir la revocatoria de las medidas adoptadas por el gobernador demócrata. Días después otros hombres armados, esta vez latinos y negros, escoltaban a su trabajo a la congresista estatal demócrata Sarah Anthony. Trump hizo que los americanos se armaran unos contra otros y se puso del lado de los que gritaban “Give liberty or covid” y “My body my choice”, para negarse a cumplir la obligación de usar máscaras y aislarse; la expresión del egoísmo rampante que pide respeto a una libertad que amenaza la salud de otros.
Así estaban las cosas el 25 de mayo cuando George Floyd muere lenta y dolorosamente bajo el peso de un policía blanco acompañado de otro policía blanco, uno negro y otro Hmong americano de origen laosiano. Según la agente especial Michelle Frascone, Floyd fue esposado y tirado al piso a las 08:19 y Derek Chauvin le puso su rodilla contra el cuello hasta tres minutos después que Floyd quedara inerte. “El acusado tuvo su rodilla en el cuello del Sr. Floyd durante 8 minutos y 46 segundos. De estos, dos minutos y 53 segundos fueron luego que el Sr. Floyd estuviera inconsciente [unresponsive]. La policía está entrenada en que este tipo de sometimiento a un sujeto boca abajo [prone position] es inherentemente peligrosa” dijo Frascone.
Cómo se comporte un presidente ante una situación tan volátil como la que se preveía con la muerte de Floyd, dice mucho de su carácter. Las protestas en Minneapolis se tornaron muy violentas y en la mañana del 29 de mayo Trump trinó que si el gobernador de Minnesota no controlaba a los rufianes (thugs), el ejército estaba disponible, añadiendo “cuando el saqueo empieza, el tiroteo empieza”, aumentando la ira porque la frase “when the looting starts the shooting starts” tiene un contexto racista: era el slogan usado en 1968 por Walter Headley, jefe de la policía de Miami, para convocar a sus fuerzas contra saqueos que ocurrieron en protestas en las elecciones cuando estaba de candidato George Wallace, un segregacionista que como gobernador de Alabama acusó al presidente John F Kennedy de “querer que Alabama se rinda ante Martin Luther King”.
La protesta se extendió por el mundo entero no solo contra el racismo sino contra Donald Trump, quien agudizó la división el 1 de junio al desalojar Lafayette Square para tomarse una foto en la Iglesia Episcopal de San Juan. Los manifestantes recibieron cargas de caballería, balas de goma, gases lacrimógenos, bombas de aturdimiento y mucho bolillo. Los medios no llamaron esto represión, sino “heavy police tactics”, que hasta el 23 de junio han causado 22 muertos. Para la foto, Trump mostró a los periodistas el lomo de un libro que decía “The Bible”, la alzó con su mano derecha y la señaló con la izquierda y dijo: “es una Biblia”. El uso publicitario del libro sagrado le causó la desaprobación de Marian Budde, obispo diocesana de Washington, seguida por cientos de líderes religiosos de Estados Unidos. Trump erosionaba su base de creyentes que le habían perdonado todo tipo de atentados a los principios cristianos; “grab’em by the pussy” a las mujeres lo aguantan, pero esto no.
Colin Powell, un referente para negros y republicanos, héroe de guerra, una de las personas más condecoradas de los Estados Unidos y el primer Secretario de Estado negro, dijo el 7 de junio en State of the Union de CNN que Trump era peligroso para la democracia y el país; “miente todo el tiempo, desde su posesión”, lo acusó de desviarse de la Constitución y anunció que votaría por John Biden, a quien Trump llama “Beijing Biden” acusándolo de débil con China.
Trump que ya había demostrado ser mala persona, mal hombre de negocios y mal republicano, refulge como mal presidente. Su campaña está en aprietos y necesita desesperadamente poner a China en el centro usando todos los temas usuales desde 2000: Hong Kong, Taiwan, Tibet, Xinjiang, déficit comercial, seguridad nacional, derechos humanos, competencia tecnológica y ahora el covid-19. Sin atacar a China, Trump no tiene campaña. Sería trágico que de las cosas que cambiarán con la pandemia, el comportamiento cíclico de conflicto y cooperación de las relaciones bilaterales sea reemplazado por uno marcadamente conflictivo bajo un segundo mandato de Trump.