En estos tiempos donde tanto se habla de las garantías constitucionales personales e individuales es fundamental plantear la obligatoriedad de realizar profundas reflexiones filosóficas sobre el alcance de estos matices constitucionales y sobre el deber de protección que reside en cabeza del Estado sobre todos sus asociados, de ahí que la naturaleza jurídica del derecho a la salud tiene desde su origen una problemática en su dimensión teleológica, pues en prima ratio, el artículo 44 de la carta establece la salud como uno de los derechos de orden constitucional en cabeza de niños, niñas y adolescentes, indicando que estas garantías fundamentales al igual que los derechos a la vida, la integridad física, la seguridad social, la alimentación equilibrada, su nombre y nacionalidad, tener una familia y no ser separados de ella, el cuidado y amor, la educación y la cultura, la recreación y la libre expresión de su opinión son inherentes a ellos por el simple hecho de haber nacido en nuestro Estado de Derecho.
Pero a la postre el artículo 49 de la carta, a la hora de definir la salud pública de los ciudadanos, de manera inexplicable la rotuló como un servicio público, es decir, esa concepción primigenia giraba en torno a la garantía suprema de acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la salud, con lo cual la materialidad del derecho se suplía con la elemental garantía de acceso del ciudadano al servicio, sin importar realmente el núcleo esencial del derecho, el cual no es otro que velar por el bienestar generalizado de la población, bienestar que ha sido reivindicado por la decantada jurisprudencia de la Corte Constitucional, que desde el fallo C- 248 de 2019, ha establecido: “La salud pública es entonces un desarrollo directo del derecho a la salud que prevé el artículo 49 superior. Esto, en tanto incorpora un servicio público a cargo del Estado, encaminado a proteger la salud de los integrantes de la sociedad desde una perspectiva integral que asume los desafíos que presenta la necesidad de garantizar la salud colectiva como medio para garantizar la salud individual de las personas”.
Con esto diáfanamente se antepone la obligatoriedad en cabeza del Estado de proteger la salud pública de todos los colombianos mediante la materialización de un sistema prestacional de cobertura, que como consecuencia de este pilar constitucional debe ser garantizado a toda la población sobre una efectividad total del servicio, de ahí que como fin último de esta garantía el aparato estatal debe ser garante de la salud de todos los colombianos.
En época de pandemia vimos cómo, precisamente, el concepto de la salud publica tomó especial relevancia desafortunadamente por las circunstancias apremiantes de crueldad y dureza de la covid-19. Vimos cómo este derecho se modificó al punto de inmiscuirse dentro de las demás garantías constitucionales, en las que los derechos como el de la locomoción y la libertad de tránsito se vieron supeditados al ejercicio del principio constitucional supremo de la primacía del bien general sobre el particular, situaciones que más allá que la cuarentena y el confinamiento obligatorio, volvieron cotidianos deberes que otrora eran impensables.
La obligatoriedad de usar tapabocas, la necesidad de practicarse pruebas clínicas de laboratorio como requisito para abordar un avión o ingresar a un país, las medidas de distanciamiento social, todo esto, como un catálogo de imposiciones inéditas que en cabeza de las prerrogativas del poder público en cabeza del gobierno, se invocaron por un esfuerzo sin precedente en la preservación a ultranza de la salubridad pública, animo que incluso trajo el inaplazable debate de la obligatoriedad de la vacuna, discusión que trasciende a asuntos tan importantes como prolijos, por ejemplo; la necesidad del esquema completo para presentarse al trabajo o la exigencia de certificación de vacunación para ingresar a espectáculos deportivos o incluso a bares o discotecas, algunos hablan del deber inaplazable e imperativo de cumplir con el esquema de vacunación, mientras que otros hablan que dicha obligatoriedad es un atentado contra el libre desarrollo de personalidad y una laceración oprobiosa a la libertad individual, la cual, es capaz de incluso hacer disposiciones tan privadas o incluso peligrosas como aquellas con las que se atenta directamente contra la propia salud, como en el caso del consumo de sustancias que generan dependencia.
En este entender, los fumadores o consumidores de sustancias derivadas del tabaco argumentan que se trata de un ejercicio propio de sus libertades individuales, so pretexto de la supuesta poca lesividad del producto, argumento que ha sido usado por las grandes tabacaleras del mundo para convencer a los diferentes cuerpos legislativos del concierto internacional sobre lo “inofensivo” que es el cigarrillo.
Una industria que factura cientos de miles de millones de dólares al año y que cuenta con arsenales de abogados y lobistas de las más importantes firmas en Londres, Nueva York y París, que han logrado en detrimento de la salud publica vender una idea de libertad, sobre un real escenario de muerte y enfermedades pulmonares que el cigarrillo ha dejado como fatal corolario.
Nacimos y crecimos en una sociedad donde el cigarrillo era incluso símbolo de distinción o sofisticación social, duramos años ciegos, con plena conciencia de los daños de ser fumador, consumiendo paquetes y paquetes de ese veneno, ignorando que desde los años 70 fútilmente los esfuerzos de las organizaciones internacionales y no gubernamentales en intentar restringir el uso de este producto que anualmente deja el saldo de 8 millones de víctimas, es decir, 3 millones de víctimas menos que las de se han presentado por cuenta de la pandemia de covid-19.
Así como las drogas, el alcoholismo y la obesidad mórbida, el tabaquismo es un problema de salud pública, el cual no puede seguir siendo mitigado con la inclusión de una imagen repúgnate de las consecuencias de fumar en los paquetes de cigarrillos. Es fundamental desestimular el uso de estas sustancias mediante la formulación de políticas públicas que de verdad promuevan una cultura de responsabilidad y prevención, en Colombia perdimos la batalla contra la Philip Morris y las otras grandes tabacaleras, acá se sigue vendiendo cigarrillos al menor y por unidad a menores de edad en cualquier esquina de nuestra ciudades, sin que nadie diga nada y sin que si quiera, nos cuestionemos sobre las graves implicaciones que tiene esto para con la salud pública, es hora de pensar en verdaderas multas y sanciones para quienes estimulen la comercialización de estos productos que al igual que las drogas generan terribles dependencias, es necesario pensar en acciones administrativas e incluso judiciales para quienes pretendan atentar contra la salud de nuestros nietos y futuras generaciones.