La globalización galopante ha llevado a recordar la frase de Miguel de Unamuno en 1895: “No hay nada oculto bajo el sol”, al expresar su preocupación por el futuro político de España, y no se equivocaba.
Hace varias décadas surgió en el ámbito internacional una élite burocrática constituida por personas de muchos países que buscan cabida en organismos internacionales con propósitos que van desde la figuración personal, hasta el afán de asegurar un ingreso adicional al que detentan en sus respectivos países. Pasando por la necesidad de realizar alguna actividad cuando se les acaba el horizonte.
Las palancas para lograr esos puestos a veces provienen de los mismos jefes de Estado, algunos de los cuales no tienen inconveniente en amenazar tácitamente que su país pagará o no las cuotas que le corresponden al organismo correspondiente, dependiendo de que se produzca la designación de su candidato.
Algunos de estos funcionarios, para justificar su cargo, incurren en la práctica de formular declaraciones para dar la imagen de lo mucho que trabajan. El problema es cuando, cada vez con mayor frecuencia, se entrometen en los asuntos internos de los estados.
Recientemente, se presentó el caso de los pronunciamientos sobre los bochornosos hechos acaecidos en Bogotá para presionar a la Corte Suprema de Justicia para que designara de inmediato una nueva fiscal general.
El secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, que se apresta a hacer la dejación de su cargo después de los dos períodos en los que afrontó serias acusaciones por su conducta personal, expidió un comunicado en ese sentido. Una flagrante intervención que desde la fundación de la organización jamás habíamos visto.
El comunicado generó una reacción generalizada de rechazo en el ámbito nacional, no compartido naturalmente por los más cercanos asesores del Gobierno y por el propio presidente de la República.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos resolvió hacer algo parecido. Para no quedarse atrás, la señora Juliette de Rivero, la peruana-británica representante en Colombia del alto comisionado para los derechos humanos de la ONU, hizo un pronunciamiento similar.
Han sido censurados los pronunciamientos del presidente Petro para presionar a la Corte para la elección de fiscal, haciendo recordar episodios de trágica recordación en la historia colombiana. Sin embargo, por más improcedentes que sean, son formulados por el presidente de Colombia.
Otra cosa es que los haga el secretario general de la OEA, seguidos por los de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el de la burócrata señora De Riveros, en un asunto que nada tiene que ver con sus tareas y que son una evidente intromisión en los asuntos internos de Colombia, aunque de cualquier modo traten de justificarlos.
Igualmente, habría sido una intervención en los asuntos internos de Colombia si los pronunciamientos se hubieran hecho en sentido contrario, respaldando la autonomía de la Corte. Existe una sutil línea de separación entre el cumplimiento de una misión y una intervención.
Colombia ha sido víctima de la intromisión extranjera. Desde el caso Cerruti en el siglo XIX hasta cuando se señalaba a nuestro país como el único responsable del tráfico de drogas en el mundo, pasando por la segregación de Panamá en 1903.
Cualquier modalidad de intervención extranjera en los asuntos internos de nuestra patria debe ser rechazada, aunque se interprete como una “colaboración” con el gobierno de turno. El precedente es inconveniente y se le puede devolver al país en el momento menos pensado.