El 2019 fue el año en que mis dos hijas entraron a la preadolescencia y comenzaron a mirarme por encima del hombro. Dejaron de ser las dos bebés que me expresaban su amor en una media lengua adorable, semejante a la de Navarro Wolff, y se convirtieron en este par de seres indiferentes que chatean en el celular y se avergüenzan de cualquier gesto que su padre cometa, sea el que sea: desde despedirlas de beso en la ruta del colegio hasta estrenar disfraz en Halloween, como me sucedió el pasado 31, cuando me vestí como la monja uribista y les grité a sus amiguitos, megáfono en mano, que plomo es lo que hay, plomo lo que viene. Esta semana no pude soportar tanto desdén durante el desayuno, y reaccioné: –Si me olvidan, me amarro de una piola y me tiro al Magdalena –les advertí. –¿De qué hablas, viejo? –se quejó la menor. –Por favor, no digas piola: di cuerda –dijo la mayor, mientras elevaba los ojos por encima de la pantalla. –Si hay hijas que chatean mientras hablan sus papás, ¿qué supone uno? –lancé el indirectazo–: ¡tienen que enderezar! Pero no enderezaron. Siguieron absorbidas por su celular mientras yo envidiaba aquellos días en que mi relación con las niñas se cimentaba en un cariño temeroso, semejante al que Duque siente por Uribe.

Para escapar de mi triste realidad doméstica, me sumergí en la lectura del periódico, en el que encontré dos informes que llamaron mi atención: que James Rodríguez había alquilado un vientre para gestar a su segundo hijo, por un lado, y que el ministro Guillermo Botero renunciaba a su cargo, por el otro; así de ambivalentes son las noticias en Colombia. Siempre me han apasionado los milagros de la medicina moderna: ¿no resulta admirable, acaso, que un ser humano generosamente fértil permita que su globo abdominal, resistente y elástico, triplique su tamaño y retenga líquidos mientras enfrenta una moción de censura? No menos conmovedor es el milagro de la maternidad subrogada al que acudió el mejor futbolista de Colombia para garantizarse su segundo vástago. Me sorprendía que una persona generosa en recursos, como James, optara por alquilar en lugar de comprar. Pero no soy nadie para juzgar, y el alquiler de vientre tampoco es un regalo: algunos medios dicen que el crac pagó 40 millones de pesos, 4,4 millones por mes, sin tener en cuenta administración ni servicios. El hecho es que cuando me enteré de que, en medio de una discreción ejemplar, James había encargado un hijo, me entró una profunda nostalgia por tener yo también un bebé en la casa: un niño que alegrara el hogar, como Duque a Palacio, y compensara el terrible desdén con que mis hijas preadolescentes me castigan. A juzgar por la forma en que maneja las masacres de niños, el doctor Botero carece de estómago. Reconozco que se necesita ser muy egoísta para traer un niño a esta Sodoma espantosa, en que los gais se toman el poder y lo pierden los concejales que de verdad luchan por los valores de la familia. Pero mi bebé me salvaría del tedio de estar vivo, precisamente; y al fin tendría un salvavidas para soportar los horrores planetarios: las guerras, las catástrofes ambientales. La camiseta gris de la selección Colombia. Le planteé a mi mujer la idea de que tuviéramos un tercer hijo, pero me dijo que ya no estábamos para esos trotes. –No importa –repliqué, entusiasta–: podemos alquilar un vientre, como James. Ante su indiferencia, me dediqué entonces a buscar un vientre de alquiler entre amigos médicos, y aun señoras de finca raíz, e incluso pedí ayuda al exsenador de Odebrecht, Otto. Porque Otto Ovula.

Pero no conseguí nada que se ajustara a mi presupuesto, y, en paralelo a mi deseo familiar, seguí de cerca la renuncia del ministro de Defensa, el funcionario más desfachatado que ha pasado por Gobierno alguno, bajo cuya gestión regresaron los falsos positivos. Y en el momento en que aparecía en los medios, rojo de la combustión, la cara al borde del estallido, supe que ese era mi hombre: que allí estaba el vientre en que quería alojar a mi hijo. Yo sé que en el uribismo se desvelan por defender a los niños, salvo a los que mueren en los meticulosos e implacables bombardeos que ellos mismos ordenan, porque, como dice el propio patrón, esos niños no estarían recogiendo café. O qué supone uno. Pero en la entraña del exministro cabe el mar. Y, a juzgar por la forma en que maneja las masacres de niños, el doctor Botero carece de estómago, lo cual permite que su vientre sea tan amplio como su cinismo, y cálido como la guerra, y casi tan silencioso como su propio dueño: aquel hombre famoso por guardar secretos, o presentarlos como forcejeos. Le conté a mi esposa la idea, pero por poco me bota de la casa. –¿De qué me hablas, viejo? –me cortó–. Madura. Desde entonces me acomodo al desdén de mis hijas en la mesa, y cada desayuno clavo mi atención en el periódico, sin musitar palabra. Las noticias de este Gobierno inexperto me hacen creer que las cosas se van a poner muy feas. Casi tan feas como la camiseta de la selección de Colombia.