La chispa que encendió la llama de la Revolución francesa hace ya más de dos siglos fue la masiva sensación de que la mayoría, estaba sometida a un orden arbitrario e injusto que se había vuelto insoportable. Las revoluciones no son una fiesta, son volcánicas, pues a la vez que desatan cambios largamente frenados por las élites, también traen violencia, guerras, dolor y sufrimiento. Por desgracia, cuando un grupo dirigente acumula privilegios siderales, no conoce la vida de sus súbditos y los atropella y esquilma de mil maneras, les abre la puerta a las revoluciones. Así ocurrió unos pocos años después de la Revolución francesa con las revoluciones hispanoamericanas, cuando los criollos sintieron que debían desenjalmarse del yugo colonial. El hermoso proyecto para televisión de García Márquez, Crónicas de una generación trágica, nos recordó hace ya casi 30 años cuán terrible fue el parto de nuestra independencia.

Una élite María Antonieta hizo la vida insoportable a la mayoría en Francia y provocó la revolución que abrió el camino al Occidente moderno. Hoy una nueva élite María Antonieta ignora, tozuda y arrogante, que la paciencia se ha agotado y que Colombia no es la excepción, sino más bien lo contrario: un país que bordea hace rato el abismo, en el que se ha acumulado una cantidad de inaplazables demandas y en el que las personas sienten que se les cierran todos los caminos, mientras que la casta política exhibe con vulgar desparpajo sus mal habidos privilegios y su suicida indiferencia ante la brutal desigualdad.

Según informe del Banco Mundial de octubre de este año, la desigualdad por ingresos en Colombia es la más elevada dentro de los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde) y, a su vez, es la segunda más alta de América Latina y el Caribe, después de Brasil. El reporte también señala que en nuestro país el 10 por ciento de la población más rica tiene 11 veces más ganancias que el 10 por ciento de los más pobres. Otro dato del informe evidencia que lo único que hereda buena parte de nuestros compatriotas es la pobreza: “Entre un grupo de 75 países, la transferencia de la brecha de ingresos de una generación a la siguiente en Colombia es la más arraigada”, quien nace pobre muere pobre.

Y frente a una situación de desamparo de la mayoría, agravada en las últimas décadas, las acciones de la casta hereditaria que nos rige ha sido la de cavar más hondo la fosa. La casi totalidad de los beneficios laborales que existían –pensemos en buena parte de los dominicales y festivos– desaparecieron con la mentira de que generarían más empleos. Una auténtica estafa, pues la salvaje informalidad es la condición laboral de buena parte del país.

Y en ese aspecto, uno de los más infames patronos es el estado, quien ha creado tres clases de empleados. Una aristocracia –los congresistas– que tiene vacaciones de tres meses (ahora quieren decirnos que rebajarlas a dos meses es el gran sacrificio), una clase media laboral, cada vez más pequeña, que tiene contratos formales y una mayoría condenada a infames órdenes de prestación de servicios por unos pocos meses, sin garantía de nada y sometida a un sinnúmero de humillaciones por despiadados capataces, quienes además practican el esclavismo digital, pues mediante mensajes escritos por WhatsApp y de voz exigen a sus esclavos digitales –hasta altas horas de la noche– mil y una tareas inventadas para satisfacer sus despóticos caprichos. Cientos de miles de personas no conocen otra forma de obtener ingresos que someterse al albur de esas malhadadas órdenes o de infames contratos que nunca pueden superar el año. Una trampa descarada que el mismo estado le hace a sus ciudadanos para no darles condiciones dignas de trabajo, mientras que quienes promueven y aplican este desigual régimen laboral, presidentes, ministros de hacienda, congresistas, nos ordeñan a todos para financiar su hiperprivilegiada vida.

¿De qué viven los hijos de los expresidentes que implantaron la degradación del trabajo o que predicaron las mieses de la privatización? Con frecuencia son altos burócratas en organismos multilaterales postulados por el estado colombiano, todo eso logrado con el respectivo palancazo. O trabajan en alguna Cámara de Comercio, en las que el clientelismo es pan de cada día. O hacen política y negocios bajo la protectora sombra del poder feudal del correspondiente exmandatario. Es decir, ninguno de ellos práctica lo que sus padres nos impusieron con saña al resto de los mortales colombianos.

Las élites más modernas del mundo no se pegan un tiro en el pie, sino que hacen reformas a tiempo para incluir a la mayoría dentro del sistema. Podrán ustedes imaginar qué tipo de élite tenemos aquí.