Todo empezó después del partido Colombia-Uruguay al que mi cuñada asistió. “Es una locura lo que se siente. Cuando sonó el himno nacional, se me salieron las lágrimas”. Que una mujer a la que bien poco le interesa el fútbol me dijera con tanta emoción lo que se sentía ver jugar a la selección fue argumento suficiente para querer hacerlo. A la próxima fecha de eliminatorias, la de Colombia contra Brasil, tenía que ir. Así que tan pronto se anunció la preventa de boletas nos lanzamos con mi esposo a comprarlas. Tuvimos suerte. Cinco minutos después de iniciada la venta todo estaba agotado.
Era la primera vez que todos en casa veríamos un partido de la selección Colombia en Barranquilla. La búsqueda de la camiseta, los tiquetes con precios por las nubes, las noches en hoteles que cobraban como si fueran el Burj Al Arab formaron parte de los preparativos, hasta que llegó la noche del jueves 16 de noviembre.Entre una marea amarilla extendida por toda la ciudad y casi dos horas de tráfico, llegamos al Metropolitano. Pero empezó el infierno.
Una vez cruzada la puerta, el reloj corría y yo apuraba los pasos para poder cantar ese himno nacional que, según mi cuñada, llevaba a las lágrimas. Al llegar a mis sillas, dos hombres estaban sentados en ellas. Les reclamé que ese era mi lugar: “La próxima madrugue más. Nosotros llegamos primero”, fue su respuesta. Dos filas más abajo, una mujer con una chaqueta de “logística” ayudaba al ingreso. “¡A ella es la que necesito!”, pensé. Le conté de mi situación y solo dijo: “A mí me corresponde la organización de las filas de aquí para abajo, no de aquí para arriba”. “¡Pero es aquí mismo!”, le dije. “No es mi zona”, respondió.
Indignada, busqué un policía. Encontré tres. “Miren, vengo con mis hijos menores y dos señores se sentaron en mi silla”. Sonrieron. Uno respondió: “Busque a alguien de logística”, y siguieron.
Regresé, ya el equipo estaba en la cancha. No había más opción. Tenía que sentarme en las gradas, lo más cerca que pudiera de mis hijos. Empezó el himno nacional. Me puse la mano en el pecho y empecé a cantar, anhelando ese momento en que quisiera llorar. Decenas y decenas de hombres y mujeres con camisetas amarillas seguían subiendo por las mismas escaleras donde yo intentaba encontrar un lugar. No hubo lágrimas de emoción.
Empezó el partido y a solo tres minutos Martinelli anotó el primer gol para Brasil. Todo fue silencio y decepción.
Pero había que alentar al equipo y yo intentaba seguir los cantos de los verdaderos hinchas, y sonreía a veces ante las mentadas de madre al árbitro. “Debe ser duro ser árbitro y que todo el mundo te insulte”, le dije a mi esposo. “Es lo mismo que ser periodista. ¿O acaso no te insultan a ti así todo el día en redes?”. Se rio. Admiré su buen ánimo en ese caos que se multiplicaba con la ropa pegada y el sudor escurriendo detrás de las rodillas.
Hasta que un vendedor de cerveza subió empujando con su nevera de icopor: “Esta sí está fría, esta sí está fría, esta sí está…”. Solo sentí el empujón de su nevera a un lado de la cabeza antes de caer encima del hombre que estaba sentado a mi lado. Si las miradas fusilaran, habría quedado fulminada de forma inmediata. “Discúlpeme”, fue lo único que pude decir.
Llegó el intermedio. La cerveza que pedí para tratar de relajarme hacía su efecto y me urgía buscar un baño. Caminé entre la gente y me di cuenta de que jamás lograría llegar a uno. Regresé y me propuse disfrutar, ahora sí, el segundo tiempo.
Subiendo la escalera, un borracho que venía en sentido contrario rodó y varias latas cayeron tras él. “Acuérdame de esto la próxima vez que se me ocurra decir que quiero venir a ver un partido”, le dije a mi esposo. Estaba furiosa.
Empezó el segundo tiempo, Luis Díaz corrió sin descanso, lanzó al arco una vez y otra vez. Era como si supiera que todos queríamos que esa rabia que sentimos por el secuestro de su papá, Luis Manuel Díaz, por el ELN, se convirtiera en sus pies en un gol a como diera lugar.
Y vino lo imposible. En el minuto 75, Borja le hizo un centro a Díaz y con la cabeza metió el gol del empate. Todo era euforia. Luchito hizo un corazón con sus dedos mientras las cámaras enfocaban a su papá en la tribuna, casi al punto del colapso. Todos gritábamos, saltábamos… sabíamos que ese gol era un homenaje a su libertad. Entonces, cuando apenas empezábamos a recobrar la compostura, James Rodríguez, esta vez por la derecha, mandó un centro directo a la cabeza de Lucho, que anotó de nuevo en el arco brasileño.
Las lágrimas salieron de la emoción, todo eran abrazos sudorosos, y el grito al unísono de “Lucho, Lucho”. Era un grito que no significaba solo la exaltación de su buen fútbol. Era un grito con el que más de 45.000 personas queríamos decirle que nunca estuvo solo en el dolor por el secuestro de su padre. Era un país gritando que no quiere volver a vivir la tragedia de un plagiado más. Era un grito de un país unido al mismo tiempo en el dolor y la alegría.
Llegó el pitazo final y todos estallamos en gritos y aplausos. Quienes se habían sentado en nuestras sillas se acercaron y se disculparon; nos abrazamos para celebrar el triunfo y nos tomamos una foto para no olvidar este momento. Esos que odiaba hace unos minutos me abrazaban llenos de felicidad.
¿Por qué en este país no podemos vivir siempre así? Reconciliándonos. Eso es lo bonito del fútbol, que nos hace unirnos en un amor de país único que casi siempre parece imposible.
Volveré al estadio. Eso sí, llegaré más temprano.