Vértigo. Eso es lo que se siente al pensar en lo que han sido los ocho meses de gobierno del presidente Gustavo Petro. Cada día de este mandato ha sido de constante expectativa de lo que en cualquier momento puede pasar: una declaración en redes del presidente que pude disparar el dólar o meternos en líos con otro país, la aparición de la primera dama en el Congreso en medio del debate de la reforma más importante en trámite o un anuncio en radio del nuevo presidentede Ecopetrol de que la petrolera no hará nuevos contratos de exploración. O la cínica expresión del jefe negociador del Gobierno con el ELN de que no tenía ni idea de que en Colombia había reclutamiento forzado de niños. O, simplemente, la sacada de tajo de todos los ministros que habían sido anunciados al inicio del mandato Petro como la garantía de que este sería un Gobierno sensato, que sabría conciliar las diferencias en un país polarizado, sin importar en nada lo bien que hubieran hecho su tarea.
Ocho meses ya son tiempo suficiente para ver cuál es el talante de este Gobierno, y este Gobierno no es ni conciliador ni unificador. Es un Gobierno que cada vez más muestra su carácter autoritario. “Se está conmigo o se está contra mí”, parece ser la consigna.
Todo lo dicho en el discurso de posesión del inicio de la administración de Gustavo Petro se ha desvanecido. No es cierto que este sea un presidente que gobierna para todos, los que votaron por él y los que no. Ni que tenderá los puentes necesarios para cerrar esas brechas que quedaron abiertas tras los diálogos de paz con las Farc y que dividió el país en derecha e izquierda. No es cierto que este sea un presidente respetuoso de las diferencias.
Lo que han mostrado los últimos días de gobierno es que Gustavo Petro es un presidente terco, obstinado y solo cree en una verdad: la suya, que está dispuesto a sacar sus proyectos a como dé lugar y que será capaz de pasar por encima de lo que tenga que pasar para lograr lo que quiere. La salida del gabinete del ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, y de la ministra de Agricultura, Cecilia López, es la muestra viva de que Gustavo Petro no quiere a su lado a personas críticas, por más capaces que sean. Solo quiere tener el poder de hacer todo lo que quiera sin trabas. No quiere cuestionamientos, ni acuerdos, ni ceder un poco. Y si para lograrlo tiene que sacrificar a sus mejores alfiles lo hará. El haber mantenido en este remezón de gabinete a ministros tan cuestionados como Irene Vélez o Álvaro Leyva lo ratifica. El presidente no quiere funcionarios capaces. Quiere soldados fieles a su causa.
Petro es como la reina de Blancanieves que todos los días se para frente al espejo a preguntar: espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bonita de este reino? Y el día en que el espejo contesta que no es más ella, sino Blancanieves, la reina enloquece.
Estamos frente a un presidente que quiere gobernar frente a este espejo. Un espejo que le diga que gobierne solo con los suyos, con quienes le aplaudan sus ideas, con quienes alaben su liderazgo. Sin espacio para alguien que le diga que no. ¡Ay del pobre espejo que se atreva a responderle que de pronto hay otro con una mejor idea de cómo acercarse al Congreso, o que hay que ceder un poco frente a la reforma a la salud, o que la economía le requiere prudencia y no es tiempo de estar anunciando el fin de los contratos de exploración, o que tal vez no es momento de radicalizar el discurso, porque hay una mitad completa de país que no está de acuerdo con lo que propone!En el Gobierno de Gustavo Petro solo caben los que piensen como él.
Lo sucedido esta semana aterra. Aterran el carácter autoritario que se asoma, el miedo que empieza a sentirse, el hasta dónde es capaz de llegar el presidente para sacar adelante sus proyectos.
Aterra pensar que tengamos un presidente que cada vez es más incapaz de conciliar con todo aquel que no piense como él y que lo declare enemigo. A la prensa, al nuevo presidente de la Federación Nacional de Cafeteros, a los presidentes de los partidos políticos que se oponen a sus reformas.
Aterra no tener claro para dónde vamos como país.
O tal vez, precisamente, lo que aterra es eso: que ya empieza a verse de forma clara hacia dónde caminamos. Un país con un presidente autoritario, que desprecia al sector privado e idealiza al Estado como prestador de servicios. Un presidente que alimenta el discurso que divide al país entre ricos y pobres, y que ser rico es sinónimo de ser malo y empresario, sinónimo de explotador. Un presidente que sueña con “refundar la patria” y se siente un poco Libertador.
Ojalá me equivoque, pero ese llamado a las calles en el que empieza a insistir el presidente Petro, cada vez más, hace temer que pronto dirá que el pueblo pidió un verdadero cambio, y que el Congreso y los políticos tradicionales y los empresarios y los “poderosos” no quieren. Que es el pueblo el verdadero dueño del poder y que los cambios que se quieren solo se lograrán a través de una Asamblea Nacional Constituyente.
Si eso pasa, ya no hay habrá duda de lo que viene.
El rey estará entonces solo ya frente a su espejo.