¿Quién, con un mínimo de sensibilidad, no ha sentido compasión por un gato o un perro “de la calle”, cuyo sufrimiento se le nota en el cuerpo entero, a menudo desecho? Según el Departamento Nacional de Planeación, entre Bogotá, Cali, Medellín y Cartagena hay dos millones de animales sin hogar. El corto alcance de este conteo permite especular que son muchos más los millones de gatos y perros que deambulan, desamparados, por los más de 1.100 municipios de nuestro territorio, con el potencial de engrosar las cifras de los que vendrán a sufrir; animales que vagabundean por barrios, plazas, carreteras, playas y veredas buscándose la vida y huyéndole a la muerte, casi siempre con hondas marcas de violencia, y frente a los cuales, hasta hoy, el Estado no ha hecho absolutamente nada.
“Esterilizar Salva” es el nombre que proponemos para una gran política pública nacional de esterilización, que nos permita controlar la natalidad de gatos y perros y, por lo tanto, reducir la cifra de animales en las calles y de maltrato animal. Por sentido común, esta acción sostenida también mejoraría la calidad de vida de los animales ––menos riesgo de que adquieran enfermedades de transmisión sexual y virales, menos exposición a peligros por vagabundeo; por ejemplo, atropellamientos, etc.–– y la salud pública que, solo en vacunación antirrábica, nos cuesta más de $33.000 millones anuales. Esta cifra podría crecer a $44.000 millones, teniendo en cuenta que entre 2019 y 2022 la población de gatos y perros pasó de 8.341.961 a 11.034.761; es decir que, esterilizando, también ahorraríamos costos en vacunación a largo plazo.
Además, como está planteado el proyecto de ley, el Estado enfocaría su esfuerzo económico en los municipios más pobres (categorías 4, 5 y 6), y en pueblos, corregimientos y veredas, de modo que acceder al servicio de esterilización deje de ser un privilegio. En los municipios categorías 2 y 3 el costo del programa sería compartido con la nación, según la disponibilidad presupuestal de los entes territoriales. Y, habría lineamientos para definir prioridades (p.ej., animales sin hogar), y unificar estándares, metas y costos, con el fin de evitar abusos y desigualdades. Además, regiría un claro enfoque de progresividad que, a corto y mediano plazo, de la mano de la educación, permitiría mitigar el fenómeno de indigencia animal. Finalmente, en cuanto a las competencias, le correspondería al Ministerio de Ambiente formular el programa y vigilarlo, pero serían los mismos municipios quienes lo ejecutarían con recursos girados directamente por el Ministerio de Hacienda. En fin, concurrencia, colaboración armónica y solidaridad.
Sería mezquino y egoísta, además de insensato, alegar que el Estado no tiene ningún deber con esos millones de seres, porque son responsabilidad de quienes, por indolencia o ignorancia, han causado su tragedia. Tanto, como decir que los niños que padecen pobreza son responsabilidad exclusiva de quienes los parieron y que el Estado no tiene el deber de atenderlos ni de garantizarles sus derechos. ¿Qué sería de nuestra sociedad y humanidad si no invirtiéramos nuestros mejores esfuerzos en socorrer a los más frágiles e indefensos?
Hay unas voces prolijas, por suerte marginales, que insisten en afirmar que los perros y gatos son la peor amenaza a la biodiversidad y, por lo tanto, se oponen tercamente a cualquier esfuerzo para protegerlos. ¿Será que estos necios, más preocupados por oponerse que por proponer, pretenden que, más bien, nos encaminemos hacia una gran matanza? Si es así que lo digan, y hablemos, entonces, de los inmensos e irreversibles daños ambientales que los humanos causamos como especie y de la enorme responsabilidad que nos genera, con los animales, la palabra “domesticación”. Las ciencias ––en plural, pues no solo hay una–– están para ayudar a buscar soluciones a los problemas que engendramos todos los días. Pero cuando sus posturas se despojan de empatía, pueden ser letales. Sin negar que algunos gatos y perros asilvestrados, que son minoría, puedan afectar a animales silvestres ––aunque no tanto como comer carne––, por algún lado hay que empezar. Y no es matando.
¿Así que quién con un mínimo de inteligencia y bondad se opondría a un programa de esterilización que solo ofrece ventajas? Esterilizar, además de ser una medida responsable y compasiva con criaturas sufrientes cuya domesticación las ha hecho aún más vulnerables, es una decisión inteligente y de civismo eficaz para mejorar integralmente las vidas de las comunidades humanas y animales. Negarse a este programa con el argumento de que “primero otros” (quienes dicen esto siempre pondrán a los animales en la cola de las prioridades, o sea que para ellos nunca habrá), no solo expresa miopía moral que, a menudo, nos entrampa en falsos dilemas, sino un penoso desconocimiento de la angustiosa e injusta realidad de los gatos y perros en Colombia.
Esterilizar salva y crea porvenir.