Era previsible. Resulta, además, monótono y aburrido, tal como sucede con las malas telenovelas, en las que el televidente anhela el paso a comerciales. Dominado por la ira santa, el protagonista la emprende contra Israel, al que califica de proceder como los nazis, pero guarda silencio sobre el ataque realizado por Hamás en su territorio. Su furia justiciera se ha manifestado en más de un centenar de trinos que le han consumido días enteros de su agenda, prueba elocuente de que no cree que estemos al borde del abismo en campos tales como la seguridad, la electricidad y la salud; o que concede preferencia a las responsabilidades que se atribuye como líder mundial.

Cuando finalmente logran calmarlo, descubre el rechazo de los gobiernos de Israel y Estados Unidos, la nula solidaridad internacional, críticas de la sociedad civil, restricciones en el acceso a bienes estratégicos para la seguridad nacional y los reproches que provienen de sus propias filas, nada menos que de una de sus ministras y de su candidato para gobernar Bogotá. Entonces comenzó a recular, ejercicio del que salió con una leve contusión corporal.

Logró, sí, sendas fotos con los embajadores de Israel y Palestina, pero no, lamentablemente, comunicados bilaterales: las heridas no cierran así de fácil. Y propuso, como de costumbre en solitario, una conferencia de paz que, de una vez y para siempre, resuelva los problemas del Medio Oriente, tarea en la que Naciones Unidas y las grandes potencias han venido trabajando, sin éxito, desde años atrás.

Difícil, pues, que su propuesta tenga eco: somos un país pequeño y lejano, menos que óptimas las habilidades diplomáticas de nuestro Presidente y un tanto discutible su imparcialidad. Tiene, sin embargo, una herramienta poderosa, como lo destacó el Canciller Leyva: la Paz Total de Colombia, que, para los que no lo sepan, es un modelo para el mundo entero.

Bien sea que su implícita solidaridad con la incursión de Hamás en Israel haya sido un resultado no querido, expresado en momentos de delirio, ya haya ocurrido de manera deliberada y consciente, le toca responder por su respaldo tácito con unos actos que han sido en el mundo entero calificados como terroristas. La insularidad de su posición le dificulta la tarea. Quedó alineado, tal vez sin medir las consecuencias, con Irán y Rusia. O peor: habiéndolas medido.

¿De veras fueron actos terroristas? Sin duda, encajan en las prohibiciones definidas por el Derecho Internacional Humanitario: estuvieron dirigidos contra cientos de civiles inermes, muchos de los cuales, incluidos niños y ancianos, fueron asesinados o secuestrados. No sobra advertir —porque el tema suscita hondas pasiones— que Israel está impedida para ejercer venganza contra la población civil de Gaza, a la que no puede privar de agua, energía y acceso a alimentos. Los crímenes de uno no dispensan los del otro. Ni son de la misma naturaleza y gravedad. Habrá que hacer ese balance en otra ocasión.

El otro tema que debe indagarse es si los terroristas, a pesar de serlo, deben aceptar la existencia de límites éticos. En 1949, Albert Camus lo abordó en su obra de teatro Los Justos. La trama se ubica en Rusia en 1905. Un grupo terrorista decide asesinar a un integrante de la familia real haciendo estallar una bomba al paso de su carruaje. La operación falla inicialmente. El encargado de ejecutar el crimen —Yanek— se abstiene de actuar porque a último momento descubre que dos niños acompañan al Gran Duque. Fracasado el intento, otro de los terroristas —Stepan— cuestiona con dureza a su compañero. Dora interviene en defensa de Yanek. El crimen ocurre dos días después, cuando aquel viaja sin acompañantes.

Copiaré unas líneas de ese diálogo sobrecogedor.

Dora. Stepan: ¿tú podrías disparar con los ojos abiertos y a quemarropa sobre un niño?

Stepan. Podría si la Organización lo ordena.

Dora. Abre los ojos y comprende que la Organización perdería sus poderes y su influencia si por un instante tolerase que unos niños fuesen destrozados por nuestras bombas.

Stepan. No tengo estómago suficiente para esas bobadas. Cuando decidamos olvidar a los niños, ese día seremos amos del mundo y la revolución triunfará.

Dora. Ese día la revolución será odiada por la humanidad entera… Yanek está de acuerdo en matar al Gran Duque, porque su muerte puede anticipar el momento en que los niños rusos dejen de morir de hambre... Pero la muerte de los sobrinos del Gran Duque no impedirá a ningún niño morir de hambre. Hasta en la destrucción hay un orden, unos límites.

Stepan. No hay límites. La verdad es que ustedes no creen en la revolución.

Para mí es claro que incluso quienes realizan actos terroristas, persuadidos de que cometerlos se encuentra justificado en el contexto de la lucha por una sociedad justa, existen límites; Camus, en su pieza teatral, destaca el respeto por la vida de los niños que, por definición, son inocentes.

Nadie pone en duda que Hamás, en su reciente incursión al territorio israelí, no tuvo restricciones éticas. Supongo que considera que la demolición del Estado de Israel es una causa justa absoluta; cualquier acción que a ese objetivo conduzca es correcta. Asume la posición de Stepan, no la de Dora.

Más allá de que la literatura es una ventana maravillosa para entender la vida, aprender a vivirla, y derivar de ella solaz y consuelo, la obra del gran escritor argelino-francés nos aporta una conclusión ética fundamental: incluso en la búsqueda de la más santa de las causas hay barreras infranqueables. No solo las del Derecho Internacional Humanitario, que son jurídicas, sino, además, las de la ética.

Nos preocupan Israel y Palestina, que hoy sufren los rigores de la guerra. Pero mucho más nuestro país en los que existen movimientos armados, que han cometido actos terroristas, sin que ello haya sido obstáculo para que sean invitados a adelantar procesos de paz. ¿Está dispuesto el Gobierno a condonarlos en aras de ese objetivo, tal como lo ha hecho, con su silencio, frente a Hamás? ¿Estaría la justicia penal dispuesta a respaldar esa postura? Si así procediera, ¿qué haría la Corte Penal Internacional? Son estas cuestiones que el Presidente debería abordar. Y, por favor, no mediante trinos.

Briznas poéticas. De José Emilio Pacheco, este bello poema de amor: “No hay una sola foto de entonces. / Mejor así: para verte / necesito inventar tu rostro”.