Desde que yo tenía siete años, es decir hace más de 70 años, siempre escuché en mi tierra natal, Buga, en el departamento del Valle del Cauca, que el Estado colombiano, con la ayuda del gobierno de los Estados Unidos, debería destinar más recursos públicos a fin de ir acabando todos los focos de violencia que afectaban a Colombia.
Con esa tesis, año tras año, se han venido gastando miles de millones de dólares que, si al día de hoy hiciéramos un balance de costo beneficio, veríamos que, salvo el fortalecimiento de nuestras fuerzas militares y de policía, esa plata no ha logrado acabar ni reducir los niveles de violencia y de negocios como el narcotráfico y la minería ilegal.
Hoy, no solo han venido creciendo, sino que han dejado miles de personas víctimas de esa inhumana y absurda violencia, entre ellas, millones de personas desplazadas de las zonas rurales a las zonas urbanas, miles de jóvenes (incluidos entre ellos policías y militares), que absurdamente han muerto o quedado en condiciones de discapacidad severa.
Esa inmerecida realidad que estamos viviendo se mantiene a pesar de los esfuerzos de paz que el Estado colombiano ha venido realizando con varios grupos guerrilleros. En el pasado los efectuados con las denominadas guerrillas liberales; en 1990 con las guerrillas del M-19 y otros grupos guerrilleros; en 2016 con voceros de la propia guerrilla de las Farc, y actualmente los diálogos que se adelantan con el ELN y la denominada Segunda Marquetalia.
Todas esas experiencias deben llevar a los voceros del Estado, de la sociedad civil y de los propios grupos armados ilegales, a que exploren nuevos caminos para la paz y la reconciliación nacional, porque, desafortunadamente, la violencia continúa en Colombia.
Digo esto porque, tal vez en la búsqueda de acuerdos de paz, tanto por los diversos gobiernos colombianos, incluido el del presidente Petro con su bandera de paz total, como por los propios grupos guerrilleros, se ha cometido el error político de pretender la centralización de la paz, en que poco cuenta el concepto de autonomía regional en la vida real tanto para el Estado como para los propios grupos guerrilleros.
Se olvidan así que los problemas económicos y sociales, la gente los vive en las regiones urbanas y rurales de Colombia, de donde salen tanto los jóvenes que han venido integrando los diversos grupos armados ilegales como de las propias fuerzas militares y de policía.
Por ejemplo, frente a los diversos y sanguinarios hechos de violencia que actualmente vivimos en los departamentos de Nariño, Cauca y Valle del Cauca, además de las acciones militares contra las actividades de los diversos grupos armados ilegales que allí operan, es probable que un contacto, una pequeña reunión no pública de algunos portavoces del Gobierno nacional y de los gobiernos regionales y locales con los voceros de esos grupos armados ilegales y de las comunidades que viven en esas zonas agrarias, escuchándolos desprevenidamente, y bajo el principio de saber decir ‘sí' cuando se puede cumplir y ‘no’ cuando no se puede, nos permitiría explorar nuevos caminos para la convivencia pacífica en muchas regiones del país.
Además, posibilitaría evitar la realización de complejas e inagotables reuniones internacionales de voceros del Gobierno colombiano con delegados de varios grupos guerrilleros, en las que poco o nada cuentan los gobiernos regionales, municipales y menos aún la gente que sufre las consecuencias de la irracional violencia en el país, donde los muertos y demás víctimas, en ambos lados, generalmente son gente pobre.
Quiero resaltar que, aplicando tal procedimiento, casos de violencia contra la población y las instituciones públicas y privadas se evitaron en el Valle del Cauca durante el período en que fui gobernador de ese departamento entre los años 2004 y 2007.
Como demócrata y convencido de las bondades del diálogo entre diferentes, sugiero que las diversas autoridades gubernamentales y de los diversos sectores de la población urbana y rural que sufren las consecuencias de violencia, estudien la viabilidad de conformar una pequeña delegación de buenos oficios y de contactos en favor de explorar nuevos caminos para la convivencia pacífica de todos los que habitamos en Colombia.
En la búsqueda de esa noble y urgente tarea pueden ayudar mucho los gremios empresariales, las organizaciones sociales, la Iglesia católica y la comunidad internacional, entre muchos otros.