Luego de dos meses de aislamiento obligatorio, estricto y generalizado, soñamos con el momento en que “todo sea como antes” y podamos sentir la cercana presencia de los demás. El virus ha puesto en jaque, entre otras, características tan humanas como nuestra naturaleza social y la necesidad de trabajar. Por eso es tan difícil aceptar que el fin de la fase de aislamiento no es la puerta a la normalidad, sino apenas el primer paso hacia un futuro lleno de incertidumbre que nuestra mente, ávida de certezas, por optimismo exagerado o por presión de grupo, se niega a aceptar. Todos queremos creer que esta crisis se resolverá pronto, nos rodeamos de quienes así lo creen e interpretamos el éxito de las medidas que se han tomado como prueba de que la pandemia es menos grave de lo que decían, que los muertos son pocos y que el sistema de salud no se va a reventar.
Estas percepciones son mentirosas porque las estadísticas son contundentes: quienes se han descuidado en el manejo de la crisis tienen sus sistemas de salud colapsados. Es necesario aceptar que estamos ante un reto, en el mejor de los casos de mediano plazo –mínimo a dos años–, y que los resultados positivos en términos del virus solo se han logrado por extremas medidas de contención. Lo único que podría devolvernos a la normalidad –si es que algo similar al pasado vuelve a ser factible, lo que con razón ya muchos cuestionan– es la existencia de una vacuna efectiva. En el entretanto la calidad de las estrategias que se diseñen y ejecuten para la reactivación de la vida social será determinante para salir bien librados o no de esta pandemia. El aislamiento total a largo plazo es insostenible, pero la apertura de la sociedad podría hacer perder todos los esfuerzos sanitarios alcanzados hasta el momento. En este sentido, todos vamos a depender los unos de los otros, en particular, de que no nos digamos mentiras sobre el riesgo que corremos y el que representamos para los demás. Es necesario desarrollar medidas de reactivación, como lo viene haciendo el Gobierno, no solo por etapas, sino conforme a las características de los grupos de personas a quienes se les autoriza retomar actividades, y que puedan flexibilizarse en función de la evolución de la pandemia. Por ejemplo, las distinciones entre grupos poblacionales por edad, que se diseñaron desde el inicio, deben mantenerse, pues el riesgo de mortalidad en personas mayores sigue siendo muy alto. Es clave el estricto control sobre el uso efectivo y permanente, por parte de empresas y lugares de trabajo, de medidas de distanciamiento, tapabocas, guantes, seguridad e higiene. En un país donde las normas se cumplen siempre a medias, y las personas no tienen una cultura de respetarlas o de disciplina social, esto es un reto enorme que exige el aporte de todos para incentivar su cumplimiento masivo. Esto va para largo y por eso debemos concentrarnos en hacer bien lo poco que se pueda hacer. Pero nada de esto asegura el adecuado manejo de la pandemia si no se fortalece de manera urgente la capacidad de diagnóstico de la infección, la eficacia en el aislamiento, la trazabilidad y el control de los síntomas de los contagiados. La situación en las cárceles del país, en particular en Villavicencio, y los más de 400 casos que se presentaron en las últimas semanas en el Amazonas muestran cómo las fallas en el diagnóstico y el aislamiento preventivo tienen efectos devastadores sobre las poblaciones más vulnerables.
Es cierto que las pruebas diagnósticas que se están utilizando son costosas y complejas. La muestra que se toma de la nariz y garganta para medir la cantidad de coronavirus es molesta y puede generar aerosoles, causando riesgo para el personal de salud. Adicionalmente, requiere capacidades de laboratorio avanzadas, y personal capacitado para realizar la toma. Por eso causó ilusión la salida al mercado de pruebas que pueden utilizar sangre para el diagnóstico de la enfermedad. Pero esa ilusión es vana, ya que estas pruebas no son una verdadera alternativa para el control. En primer lugar, porque no miden el virus, sino la respuesta de anticuerpos que genera el cuerpo al encontrarlo. Así, fallan en su detección temprana, pues los anticuerpos en algunas personas pueden demorar muchos días en reaccionar. Tampoco es correcto que estas pruebas sean útiles para determinar cuántas personas han sido expuestas al virus en la población, ya que no solo está en duda su capacidad de detectar fases tempranas del virus, sino su eficacia en casos de personas recuperadas o asintomáticas. Como mide anticuerpos y no el nivel del virus específico, presenta un alto riesgo de falsos positivos.
Por esto no podemos caer en el falso optimismo de confiar en el uso de las pruebas de sangre como una suerte de “pasaportes inmunitarios”. Actualmente, las pruebas solo indican la existencia de anticuerpos, no su calidad o cantidad para proteger de una nueva infección del mismo virus, por lo que sería errado usarlas para determinar quién debe o puede regresar a sus actividades; no están diseñadas para ese fin y crearían una falsa sensación de seguridad con respecto al riesgo de contagio. Hay que aceptar que el camino va a ser largo y la salida, difícil de encontrar; pero sin la disciplina del distanciamiento, la adopción de medidas de control sanitario, la realización masiva de pruebas, la trazabilidad y el aislamiento, y las tropas de personal capacitado para hacer estas tareas difícilmente la alcanzaremos.