Recordemos los antecedentes de una discusión de especial relevancia, la cual, al versar sobre las potestades de la Corte Constitucional y del Congreso, a muchos debería interesar. Un grupo de notables economistas y abogados, que actúan bajo el alero de justicia, han pedido a ese tribunal dejar sin vigencia el Estatuto Tributario, un corpus jurídico creado en 1989 para albergar las sucesivas reformas tributarias, las reglas que regulan el cobro de los impuestos, la retención en la fuente y materias afines. ¿El motivo? Que el sistema impositivo no ha cumplido con los principios de equidad y progresividad que la Carta contempla como lo demuestra el examen de un conjunto representativo de declaraciones de renta. Este punto de partida es debatible. No opino sobre la corrección de los cálculos, que es un campo en el que no estoy cualificado, aunque sí comparto una glosa fundamental: la insistencia en verificar la materialización de esos valores exclusivamente en la dimensión del recaudo impositivo, dejando de lado los impactos sociales del gasto. Imaginemos, por ejemplo, un sistema tributario basado exclusivamente en impuestos indirectos, los cuales, en principio, son regresivos, pero que gastara la mayor parte del recaudo en programas de salud, educación y vivienda para los pobres. Nadie dudaría de su carácter progresivo. Imaginemos, por el contrario, otro cuyo eje fuera un impuesto de renta dotado de una estructura tarifaria progresiva, el cual, sin embargo, destinara los recursos así allegados primordialmente para financiar programas en beneficio de las élites. El resultado, es obvio, sería claramente regresivo. De justicia y sus amigos no tienen en cuenta, me parece, esta dimensión del asunto. Cabe reprocharles igualmente lo que podríamos llamar Fetichismo jurídico. La idea consistente en que las leyes, por sí solas son capaces de transformar la realidad social, ignorando que su éxito suele implicar esfuerzos administrativos persistes y adecuada financiación. Puede pasar con ellas lo mismo que con las Leyes de Indias dictadas durante la Colonia, que, como entonces se decía, Se obedecen pero no se cumplen. Si la moto sierra a disposición de la Corte pudiera usarse para derribar íntegro el bosque de la legislación fiscal, lo mismo podría suceder, por ejemplo, con los estatutos ambiental, judicial o laboral a partir de la constatación de que la deforestación es elevada, la impunidad rampante, y de que el desempleo, incluso antes de la pandemia, venía creciendo a tasas elevadas. (Qué pena recordarlo: a veces se olvida que la calentura no está en las sábanas).En cada uno de estos ámbitos es preciso establecer las razones de los resultados insatisfactorios. En la baja progresividad fiscal inciden la corrupción y las fallas de la administración tributaria; en la ineficacia contra la persecución del crimen, la baja tecnología y la falta de diligencia de muchos jueces y fiscales; y en cuanto al desempleo, la abrumadora informalidad laboral. Esto no se dice para justificar el inmovilismo legislativo sino para que no se pierda de vista cuán complejo resulta transformar la sociedad. El debate en el que estamos tiene, además, profundas consecuencias económicas e institucionales. Si la demanda prosperara, de un día para el otro el Estado central se quedaría sin ingresos para atender sus obligaciones; esta sería una catástrofe quizás peor que la covid-19. Las institucionales requieren una mayor explicación. Veamos: Colombia es un Estado Social de Derecho, motivo por el cual existen mecanismos para garantizar el respeto de la jerarquía normativa, comenzando por la supremacía de la Constitución frente a las leyes. Esa es una de las atribuciones de la Corte Constitucional. Dejusticia intenta que la Corte no se limite a ese ejercicio; le pide que, asimismo, juzgue los efectos que las leyes producen; es decir, que confronte las leyes con la realidad social. Y que si no queda satisfecha con los resultados, las aniquile y ordene al Congreso sustituirlas por otras bajo su estricta vigilancia. Esas aspiraciones son inaceptables. Juzgar la calidad de las políticas públicas que las leyes perfilan constituye la esencia de la política, o sea de los comicios periódicos, los debates públicos y la vasta movilización de intereses típica de una sociedad plural. Todo ello confluye en el Congreso que detenta el poder de hacer las leyes y, salvo en algunas dimensiones formales, cuyo cumplimento la Corte debe verificar, tiene que gozar de amplia autonomía. El modelo de judicialización de la política que se busca instaurar no es el que plasma la Constitución. Finalizo diciendo que la modalidad de control constitucional de las leyes con fundamento en el análisis a posteriori de la realidad social tendría un efecto fatídico:generar la más profunda inseguridad jurídica. Los fallos de la Corte, cuando declarasen la exequibilidad de las leyes, jamás tendrían el efecto de cosa juzgada. Si fueron conformes a la Carta en alguno momento, y así fue por aquella reconocido, con el paso del tiempo, y ante circunstancias diferentes, podrían perecer. Esa inestabilidad normativa impide que podamos saber con certeza de qué manera fluye el río poderoso de nuestra libertad confinado entre las orillas de lo prohibido y lo obligatorio. El daño resultante para el clima de inversión sería considerable. Como lo que aquí se ha dicho tiene algunas complejidades técnicas, el exministro Juan Camilo Restrepo, una autoridad reconocida en materias fiscales, y este columnista, hemos elaborado el documento que a continuación se publica. Documento JHB, JCR by Semana on Scribd
Intimas reflexiones. De pronto alguien le pasa este dato a quienes dictan medidas atentatorias contra la libertad de los ancianos. Sócrates tenía 70 años cuando, él solo, produjo la conmoción social por la que fue condenado a muerte.