Eduardo Montealegre y Alejandro Ordóñez. Son contemporáneos; son abogados. Quizás ahí terminan sus afinidades. El resto son enormes distancias, son profundas contradicciones. Tanto, que se podría definir al primero como expresión de la Colombia que lucha desde hace 30 años por dejar atrás el siglo XIX y las peores pesadillas del siglo XX y al segundo como al hombre que encarna un país ancestral, provincial, de espaldas a la modernidad, anclado en las discriminaciones, en los rencores y en los vicios que arrastramos desde la Independencia.Dos personalidades, dos países, dos maneras de pensar y de ejercer la función pública. Dos protagonistas claves de la actual coyuntura nacional. Ahora libran mil batallas en la opinión pública y en los estrados judiciales. Abajo, los ciudadanos le hacemos barra al uno o al otro sabiendo que está en juego nuestro futuro. Eduardo Montealegre ha sorprendido. Pocos pronosticaban un fiscal independiente, reformador, comprometido con las negociaciones de paz. Solo quienes lo conocían de cerca consideraban esa posibilidad. En algunos círculos políticos se tenía la imagen de una especial cercanía con el anterior gobierno, lo cual acentuaba la incertidumbre sobre su gestión. Pero su formación académica, sus aficiones intelectuales, los acontecimientos que ha presenciado, su vida privada, explican a cabalidad el papel que está asumiendo en este momento crucial del país. Hecho en la Universidad Externado, un centro de librepensadores tutelados por Fernando Hinestrosa. Recién salido de allí enfrentó la tragedia del Palacio de Justicia que se llevó de la vida a muchos de sus maestros. Quizás de aquel espíritu liberal y de este dolor nace su compromiso con la paz.Luego estuvo cerca de los debates de las nuevas corrientes del Derecho en la Complutense de Madrid y en las universidades alemanas. Antes había abrevado en las teorías de Michel Foucault sobre el castigo, su profunda crítica a la cárcel como reacción ante el delito. En esas fuentes es posible encontrar el fundamento de su propuesta de indulto y amnistía condicionales para las fuerzas en conflicto, la decisión de acompañar al gobierno en su apuesta de integrar a la acción política civil a los comandantes de la guerrilla y su inclinación hacia la justicia restaurativa. También de ese universo vienen las ideas para reformar la Fiscalía. La preocupación por las limitaciones que tiene el testimonio como prueba y la necesidad de fortalecer la recolección de evidencias fácticas mediante las labores de inteligencia. La decisión de conformar una potente unidad de análisis de contexto y poner el énfasis en la investigación de las estructuras criminales y no en la judicialización aislada de los individuos. La conciencia de que solo una Fiscalía jerarquizada y con una identidad de criterios en la instrucción y en la imputación puede conjurar el caos que hoy vive la justicia colombiana. No es solo la apertura hacia nuevas ideas. Es la libertad y el cambio en la vida privada. La tranquilidad con la que le contó a la revista Bocas que tenía tres matrimonios encima y un hijo de cada unión, que le gustaba bastante el aguardiente Tapa Roja y dedicaba sus noches a leer a Borges, a Cortázar y a García Márquez. En contraste, lo que ha hecho Alejandro Ordóñez no ha sorprendido. Se había educado en la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga militando en las huestes más ortodoxas y tradicionales de la Iglesia católica y había intentado por dos años hacerse sacerdote. No faltó quien recordara que en esa época participó en la quema de libros evocando los viejos y dolorosos tiempos de la inquisición. Inspirado en esta ideología se ha lanzado contra el derecho al aborto aun en los casos excepcionales consagrados en nuestra legislación; tiene una cruzada para impedir que se autorice la unión entre parejas del mismo sexo; repudia con un furor digno de mejor causa la legalización de la drogas alucinógenas y psicoactivas; y ahora rompe espadas contra las negociaciones de paz. Tiene, desde luego, todo el derecho a profesar estas ideas. Es más, una parte importante del país lo acompaña. Pero debería hacer un alto y pensar que la misión que le encarga la Constitución es la defensa de los derechos de todos los ciudadanos, no solo de quienes comparten su credo.