Por cuenta del narcodictador Nicolás Maduro, el “progresismo” latinoamericano ha quedado herido de muerte. Además, el mundo entero ha podido presenciar su verdadera esencia: un modelo violador de los derechos humanos, que comete delitos de lesa humanidad y que arrastra por el suelo todos los principios de la democracia.
En Colombia, los inteligentísimos opinadores, influenciadores, periodistas y políticos de centro se reían cuando advertí, en 2020, que era en extremo peligroso que el castrochavismo llegara al poder a través de Gustavo Petro. Quizás porque la gente no comprendía lo que significa vivir en una dictadura, como la que padecen los cubanos, venezolanos y nicaragüenses (y de la que se salvaron, por ahora, los argentinos).
El fraude del pasado 28 de julio es una nueva muestra de que, desde 1999, Venezuela está sometida a una dictadura “democrática”. Es decir, un régimen que organiza una pantomima risible de elecciones, en las que siempre resultan ganadores, amparados en años de nepotismo, corrupción, abuso y cooptación institucional ilegal. Las dictaduras de Chávez, primero, y la de Maduro, después, se han robado las elecciones una y otra vez. Es claro que nadie, en su sano juicio, quiere vivir dependiendo de los subsidios miserables, mientras el dictador, su familia y la oligarquía corrupta que lo rodea derrochan a manos llenas y se rodean de todo tipo de lujos.
La realidad es que el comunismo tiene esclavizados, a la fecha, a 60 millones de latinoamericanos. Duele que ni Venezuela, Cuba ni Nicaragua hayan podido entrar aún al siglo XXI, después de la caída del Muro de Berlín, por la obsesión enfermiza de Fidel Castro y Hugo Chávez de mantener a sus países en la ignominia y la miseria, sin oportunidades de trabajo, desarrollo o crecimiento económico. Esa era su “revolución”.
En realidad, los únicos que vivieron sabroso ese experimento caribeño, para evocar a Francia Márquez, fueron las familias de los Castro en Cuba y la de Chávez en Venezuela.
Pero las tiranías no son eternas y la mentira que los progresistas tenían montada alrededor de que eran las ideas de izquierda la panacea para sacar a los pueblos de la pobreza, se cayeron gracias a Nicolás Maduro. Un régimen dejó de reportar cifras oficiales desde hace dos décadas porque destruyó toda la institucionalidad y permitió que las políticas de Estado fueran dirigidas por ignorantes y áulicos, en lugar de técnicos especialistas.
El balance de 25 años de dictadura son ocho millones de exiliados, 80 por ciento de pobres, 50 por ciento de población en condición de miseria, la expectativa de vida cayó cinco años, el 65 por ciento de los niños y niñas sufren desnutrición, hay violación de derechos humanos, no hay sistema de salud, ni pensional (se lo robaron), destruyeron el aparato productivo y, por ende, el PIB cayó 70 por ciento ¿Están orgullosos los progres de promover ese modelo empobrecedor y que atenta contra la dignidad humana y la democracia?
El desenlace del fraude lo conocemos todos. Lo que sí pudimos ver esta vez, con estupor, rabia y tristeza, fue la violenta reacción, transmitida gracias a la intervención de Elon Musk, de un régimen en decadencia que, luego de un estrepitoso fracaso en las urnas, patrocinó, con grupos paramilitares y colectivos, el secuestro y el asesinato de varios ciudadanos venezolanos. Todo “superprogre”.
La audacia de María Corina Machado la hace merecedora del Premio Nobel de Paz. Sin duda, su valentía e inteligencia permitió estructurar una estrategia tecnológica para contabilizar y resguardar los votos, así como demostrarle al mundo entero el gran fraude cometido por la narcodictadura. Todo esto, sin disparar un solo tiro. Esa inteligente jugada no la vio venir el régimen y, ante el desespero de verse en evidencia mundial, empezaron a montar una contabilización falsa y sacaron al Ejército a las calles para mermar las gigantescas protestas, secuestrar testigos electorales y utilizar todo el arsenal de violencia en contra de los venezolanos que, de acuerdo con encuestas a boca de urna, el 70 por ciento votó por que Maduro abandonara, por fin, el Palacio de Miraflores.
El cerco cada vez se le cierra más al dictador, cuya personalidad psicótica se ha exaltado hasta el punto de retar a Elon Musk y lanzarle delirantes amenazas. Estos actos fueron aprovechados por el multimillonario para dejarlo en ridículo. Pero burlarse de Maduro no es suficiente, porque un criminal de delitos de lesa humanidad solo merece la más gravosa de las condenas. Es lamentable que el mundo moderno que, después de la Segunda Guerra Mundial, creó las Naciones Unidas, la OEA, el Consejo de Seguridad, la Corte Penal Internacional, la Corte Interamericana de Estados Americanos y hasta fue a la Luna, sea incapaz de detener las atrocidades de un flagrante violador de derechos humanos, un Hitler en pleno siglo XXI.
De todo esto quedan muchas lecciones para Colombia. La primera es que, sin duda, Gustavo Petro representa un peligro real y serio para la democracia y que, como Maduro, no tendrá ningún tipo de consideración con el “pueblo” que tanto dice defender, con tal de quedarse en el poder. No queda duda de que la estrategia incluye pasar por encima de la ley para perpetuar su labor de destrucción, tal como lo hizo el dictador de Venezuela.
Una revisión desapasionada del proceso venezolano deja ver aprendizajes relevantes para la defensa de la democracia colombiana. En primer lugar, la unión, por encima de los egos, es fundamental. Segundo, es necesario crear una estructura de conteo y protección de los votos. La enseñanza de María Corina es clara y, por eso, desde ya, muchos colombianos se empiezan a alistar como testigos electorales para cuidar la democracia en 2026. Es un llamado que ningún colombiano debería ignorar, porque nos enseñó el bravo pueblo que es la forma más valiente de proteger la democracia.