Ahora que Rusia ha sido expulsada del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, es inevitable pensar en Sun Tzu.
Hace dos mil quinientos años, él sostenía que “someter al enemigo sin luchar es la suprema excelencia”.
Pero está claro que la excelencia no suele ser la constante.
Y no lo es por la sencilla razón que avasallar y devastar es un método rápido para doblegar la voluntad de la población, socavar la moral de combatientes y no combatientes, e imponer la voluntad en la mesa de negociaciones.
Cuando la asimetría es ostensible y el más poderoso se siente irresponsable, o no logra ser disuadido, arrasar es una opción que resulta relativamente barata y cómoda para someter a los antagonistas, sobre todo si son débiles pero se muestran valerosos y obstinados.
Sin embargo, este razonamiento (simplista y efectista), termina siendo profundamente oneroso para el perpetrador, aunque a simple vista parezca el vencedor.
En efecto, el trato cruel y despiadado generalmente termina siendo superado por quienes defienden su dignidad, sus valores esenciales y un territorio legítimamente poseído.
Palabras más, palabras menos, eso es lo que está sucediendo con el Kremlin, que en solo mes y medio ha reducido a cenizas varias ciudades de Ucrania: Bucha, Mariúpol, Borodianka, Járkov, Chernígov, Orpín, Odesa y Mykoláiv. Pero, aún así, no consigue derrotarla.
Por supuesto, Putin no es más que el heredero de esa larga tradición opresora en la que sobresalen los nazis con sus bombardeos sobre Gernika, Róterdam o Londres; y a la inversa, los aliados, con los ataques que ordenaron sobre Hamburgo, Dresde, Tokyo y, cómo no, Hiroshima y Nagasaki.
Pero, claro, terminada la Segunda Guerra, la culpa acumulada y los cargos de conciencia condujeron a los Convenios de Ginebra del 49 y a sus protocolos complementarios del 77, todo ello para tratar de regular los conflictos armados y proteger a la gente no involucrada en las hostilidades.
En consecuencia, se esperaba que a partir de ese momento cesaran para siempre los ataques indiscriminados contra la población civil, así como la destrucción de alimentos, agua y otros materiales necesarios para la supervivencia.
Lo que pasa es que, a pesar de tanto esfuerzo, nunca faltará un Stalin, un Breznev, un Jaruzelsky o un Ceaucescu dispuestos a multiplicar sus objetivos expansionistas o consolidar sus formatos de dominacion a toda costa.
Y es en esa secuencia que emerge Vladimir Putin como aquel líder imperturbable y estrictamente racional que considera como insignificante a la diplomacia reputacional (aquella basada en el prestigio, la atracción y el reconocimiento) para destacar que solo el sometimiento de sus vecinos garantiza la reconstrucción del imperio soviético, o del imperio ruso, para ser más precisos.
No en vano, en el palmarés de la guerra total e irrestricta que practica, figuran Grozni -capital de Chechenia-, o Alepo, en Siria, ciudades a las que ha pulverizado y que ahora se encuentran por completo bajo la égida de Moscú.
Entonces, recurriendo sistemáticamente al crimen de guerra y al de lesa humanidad, el Kremlin se apodera de Eurasia y avanza flagrantemente hacia Centroeuropa poniendo en la mira a Chisináu, Tiflis, Tallin, Vilna, Riga y Helsinki.
En tales condiciones, ¿cómo podría explicarse que Moscú siguiese siendo parte del grupo de los 47 que conforman ese Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en el que -sarcásticamente- Somalia, Kazajistán, Uzbekistán, China, Cuba y Venezuela gozan de cabal curul?
Refundado en 2006 para borrar la nefasta experiencia de la Comisión de Derechos Humanos, ¿no habría que ser sinceros y admitir que el Consejo ha pasado a ser una especie de clon institucional de su antecesora y, por ende, némesis de todo aquello que dice defender?
Como sea, Rusia ha sido expulsada, pero la votación en la Asamblea General no ha sido exactamente un ejemplo de unanimidad y contundencia.
Por el contrario, si se observan las cifras detenidamente, Putin ha ido ganando adeptos en cada una de las tres votaciones que lo han tenido como protagonista, a tal punto que ahora, si se suman las abstenciones y votos a favor (82), casi alcanzan a los 93 que tiene en contra.
Dicho de otro modo, el Kremlin ha sido moral y simbólicamente sancionado.
Pero si se capta bien su perfil estratégico, su conducta imperial, su ánimo expansionista, las cifras de la votación y la calidad que exhiben esos miembros más vistosos del Consejo, Putin no va a sentirse exactamente castigado o contenido.
Antes bien, se sentirá estimulado a proseguir con su desenfrenada carrera autocrática que ya ha pasado a ser un incontestable ejemplo global de refinada satrapía.