Quería litros de sangre. Y estadios “llenos de muertos”. Una realidad que el general (r) Mario Montoya no puede negar. Confiaba en que disminuyendo el número de terroristas podría avanzar la guerra contra las Farc. La guerrilla había puesto al país al borde del abismo, al punto que en 2002 Colombia era considerado por muchos un estado fallido.
Unos años antes, en 1999, un paramilitar me confesó en el Catatumbo que “regalaron” al Ejército cuatro campesinos que habían asesinado para que los presentaran como bajas en combate. Entonces no había un Montoya ni un Gobierno presionando por resultados.
Después, en 2008, cuando era columnista de El Tiempo, escribí acerca de la muerte de un secuestrado en mayo de 2007, a manos de una patrulla del Ejército. Los indicios apuntaban a que se trataba de un asesinato a sangre fría, disfrazado de daño colateral en un combate, aunque no pude probarlo.
No habían popularizado aún la definición de “falsos positivos” para esa modalidad de crimen atroz y la víctima de mi historia importó poco. La izquierda, que siempre ha influido de manera determinante en la opinión de la comunidad internacional (ONG y organismos multilaterales), no incluía en su listado de barbarie el secuestro ni los muertos en cautiverio, por considerar que afectaba en exclusiva a la oligarquía.
Mauricio Vives, de 42 años, llevaba 19 meses secuestrado por el ELN. Su familia, desesperada, negociaba la cuantía del rescate mientras esa guerrilla conversaba con el Gobierno Uribe en Cuba otro fallido proceso de paz. Lo mantenían cautivo en la Sierra Nevada de Santa Marta. No había ningún otro secuestrado por esas fechas en una región que controlaba por completo la guerrilla.
El 27 de mayo de 2007, el familiar que mantenía contacto con los secuestradores recibió una información que lo dejó paralizado. “A Mauricio lo mató el Ejército. Se llevó el cuerpo”. El periódico local había recogido la noticia: bajo la foto de un cadáver, cubierto por una sábana, ante un soldado exhibiendo el trofeo como si no fuese un ser humano, la nota indicaba que el “guerrillero” había sido dado de baja en un intercambio de disparos.
No resultó fácil obligar a las autoridades a exhumar el cuerpo del supuesto eleno para confirmar que se trataba de Mauricio.
Después sabríamos que una unidad militar planeó el asalto al campamento del ELN que habían detectado, sin conocer que Mauricio estaba en ese lugar. La guerrilla advirtió con antelación el operativo y corrió monte arriba, abandonando a su rehén para escapar más rápido.
Alto, mono, ojiazul, de aspecto citadino y anillo de casado, Mauricio vestía buzo, sudadera y medias largas, estaba acostado sin botas, porque la guerrilla se las quita a los secuestrados para evitar su fuga. Resultaba imposible confundirlo con un subversivo. Todavía pienso que le dispararon sin más, pensando que se ganaban un permiso, como me dijo en su día una buena fuente.
A diferencia de lo que piensan militares y la mayoría del país, partidarios de negociar mil veces con criminales, siempre he estado en contra de justicia restaurativa para los uniformados que cometen tamañas atrocidades. No es lo mismo un asesino que pertenece a una agrupación ilegal, como los ex-Farc que se sientan en el Senado y Congreso, que quien viste el uniforme militar y acata la Constitución. Matar a un civil desarmado, a sangre fría, para ponerse una medalla, no merece perdón alguno.
Reforcé mi posición cuando, gracias a El Tiempo, se descubrió la siniestra trama de Soacha, replicada en algunas partes del país. Reclutar jóvenes con falsas promesas laborales, transportarlos a otra región para asesinarlos de manera despiadada solo por dar resultados, no puede ser conmutado con una sentencia de cultivar lechugas. Más despreciable es saber que les garantizan la impunidad con el exclusivo fin político de igualar las atrocidades de unos uniformados con las de las guerrillas. Y, de paso, condenar a Álvaro Uribe.
Los militares que asesinaron colombianos a sabiendas de que eran inocentes, que mancillaron el uniforme, desprestigiaron a las Fuerzas Militares, violaron su sagrado deber de proteger a la ciudadanía y traicionaron a la población que los quiere y respeta, deberían pagar penas de cárcel. No pueden ponerlos al mismo nivel de quienes forman parte de un grupo de delincuentes, ya sea Farc o ELN, que no respetan al prójimo y necesitan asesinar a toda hora, sembrar terror, para imponer su ley.
Los “falsos positivos” son una vergüenza para el Ejército y nada los justifica.
El general Montoya no aceptará culpas porque nunca apretó el gatillo y negará responsabilidad por exigir bajas. Su grave delito, que debería reconocer, fue sospechar que podían suceder ese tipo de crímenes, mirar para otro lado y, en lugar de ponerle freno, apretar el acelerador. Pudo cortar la barbarie mucho antes de que Soacha destapara el horror de tantos muchachos asesinados. Pero no lo hizo.