Los políticos, esos personajes que sin rubor se paran frente a nosotros cuando están en campaña para decirnos, sin que se lo hayamos preguntado, que cada uno de ellos es el mejor para gobernar el país o representarnos en los cuerpos colegiados, esos personajes, digo, son imprescindibles en una democracia. Cuando hacen bien su tarea, proponen, se oponen, movilizan gente, negocian con el Gobierno, escriben leyes, jalan recursos para sus regiones y “parlan” sin cesar. Por eso su lugar habitual de reuniones se llama “Parlamento”, que no es el único; también trabajan en cafeterías, pasillos, aeropuertos y, los fines de semana, en barrios y veredas.  Mucho más de lo que la gente piensa. En esos ires y venires que parecen tan ineficientes, y que a veces lo son, se gestan las políticas públicas, las cuales, con frecuencia, se enriquecen con la incorporación de múltiples visiones. Este imprescindible papel de catalizadores de los intereses colectivos, lo cumplen, en última instancia, los políticos. En las dictaduras no existen, sean ellas de izquierda o de derecha. Las políticas que los caudillos diseñan se imponen a rajatabla a través de la burocracia estatal o mediante los clásicos mecanismos de persuasión que son el garrote, la mazmorra o el paredón.  A los políticos los odian, con razón, los dictadores de todas las vertientes ideológicas que no toleran a nadie que introduzca la cizaña o la duda sobre sus sabios designios.   Los demócratas también los despreciamos cuando se corrompen y mucho nos preocupa cuando desempeñan mal las tareas trascendentales que les corresponden. Escandaliza, por ejemplo, que se haya generalizado la estrategia de ausentarse del recinto para no votar. Tiene, pues, razón el Procurador cuando anuncia sanciones, las cuales ojalá sirvan para eliminar estas reprochables conductas.   A raíz del debate sobre la aprobación del proyecto de circunscripciones especiales, me llama la atención la falta de formalidad con que se realizan las votaciones. No se sabe con antelación el día y hora exacta en que ellas tendrán lugar, y si bien las cámaras cuentan con mecanismos electrónicos de votación, no es mandatorio usarlos; por eso algunos parlamentarios votan de manera manual. Todo esto genera una indeseable incertidumbre. Las soluciones son simples. Una vez finalizado el debate debería citarse para votación, la cual debería ocurrir en día posterior y a una hora especifica. La votación electrónica sería mandatoria, no opcional. Estas simples medidas de higiene servirían para preservar la transparencia y buen nombre del Congreso. Consideremos ahora la propuesta de establecer 16 curules en la Cámara, que se preservarían durante dos periodos legislativos, para albergar voceros de las víctimas del conflicto. Para su elección se crearían igual número de “circunscripciones”, es decir, de espacios electorales que coincidirían, en buena parte, con los territorios donde tiene lugar la mayor bonanza de cultivos ilícitos de que Colombia tenga noticia. De entrada, hay que decir que la categoría “víctima”, que ha sido convertida en una suerte de mantra o jaculatoria por las “partes”, es bastante compleja. En medio de las víctimas “puras”, por así llamarlas, y de los victimarios indudables, caben muchos de los habitantes en las áreas conflictivas, los cuales han tenido, a lo largo del tiempo, una y otra condición. Los despojados de hoy, a veces fueron también despojadores. ¿Cómo negar a muchos de los integrantes rasos de las Farc y a sus familias, la condición de víctimas? No sería fácil, para poner a funcionar esas circunscripciones, definir quiénes pueden representar a las víctimas en el Congreso. En todo caso, rescatar a quienes viven en esos territorios marginados del infierno de violencia y pobreza que padecen es un imperativo indeclinable. Sin embargo, cabe preguntarse si otorgarles una representación política extraordinaria sea, en las condiciones actuales, una buena opción. Hacerlo puede generar restricciones políticas adicionales a las que ya se tienen para la implementación de las estrategias de lucha contra los cultivos ilegales. Con angelical ingenuidad la iniciativa prohíbe a las Farc (y a los demás partidos políticos) participar en la selección de los correspondientes candidatos. Por supuesto, la antigua guerrilla ejercerá influencia, quizás determinante, en su escogencia; esos territorios han sido su hábitat permanente por décadas. Si así fuere, y se producen luego en el Congreso las alianzas que son previsibles, las Farc tendrían una bancada potencial de 26 miembros (los 16 elegidos en circunscripciones especiales, más las 10 curules que se les han concedido sea cual fuere el respaldo electoral que obtengan). Esa concesión, que parece excesiva, podría significar que la izquierda democrática, quede, injustamente, en condiciones de inferioridad. Asombra que a los partidos se les prohíba presentar candidatos en esas circunscripciones especiales, medida muy dudosa desde la óptica constitucional. Conducir a los ciudadanos a las urnas, en torno a sus banderas políticas, es la razón de ser de las formaciones partidistas. Pero, además, el supuesto implícito es inadmisible: que los partidos, en esas zonas martirizadas, son parte del problema, no de la solución. ¿Será que restringir la democracia la fortalece? Como ven, los ilustres congresistas que se escaparon del recinto para no votar habrían tenido poderosas razones para votar en contra.  A los que hay que aplaudir es a los que votaron por el sí a pesar de que saben que la iniciativa, pactada en La Habana, es altamente impopular. Supongo que lo hicieron por convicción, no por otros motivos. Briznas poéticas. Escuchemos a Emily Dickinson: “Temo a las personas de pocas palabras. / Temo a la persona silenciosa. / Al sermoneador, lo puedo aguantar; / (…) Pero con quien cavila mientras el resto no deja de parlotear, / con esa persona soy cautelosa. / Temo que sea una gran persona”.